(Foto: Noticias Argentinas).
Una altanería impropia de un país débil. Un estilo que arruina lo que sí tiene de valioso y no pocos éxitos diplomáticos. La comunicación, aplazo eterno.
Es como si la inflación, de tan arraigada, hubiera dejado de ser un fenómeno meramente económico e imbuyera ya la propia forma de ser de la dirigencia. Así, esa tendencia se ha apoderado de las palabras que el Gobierno transmite en sus excursiones internacionales, que dan cuenta de tomas de posición intrépidas y éxitos extraordinarios, un daño a la propia reputación que oscurece logros que efectivamente se consiguen. Argentina es el país que amamos, uno que supo ser mucho mejor en términos socioeconómicos, pero que, pese a todo, hace 39 años disfruta de una ponderable convivencia democrática, Luis Juez. De lo que se trata es de entender que hoy está debilitado y que, en política internacional, como en otros asuntos, el tamaño importa. Cambiar ese estado de cosas debería ser, con esta gestión y con las que vengan, la gran obsesión nacional.
La reunión del miércoles entre Alberto Fernández y el líder chino Xi Jinping fue un excelente ejemplo de lo mencionado. La comunicación presidencial filtró la expectativa de un “endurecimiento” de la Argentina en la relación bilateral, motivada por la necesidad de equilibrar el comercio, destrabar fondos comprometidos para inversiones y definir la concesión de yuanes equivalentes a 5.000 millones de dólares en el marco del swap de monedas vigente.
desPertar, el newsletter de Letra P, señaló de inmediato que semejantes aires no se compadecían con la posición relativa de la Argentina y de China en el ecosistema internacional, que este país frágil por su crisis permanente no puede ni siquiera soñar con presentarse de ese modo ante el jefe de Estado de la segunda potencia del mundo, quien acaba de ser nombrado líder vitalicio y ubicado a la par de Mao Tse Tung y Deng Xioaoping en el santoral de las figuras de la revolución. Argentina hoy trata de bajar la inflación del 100% al 60% y de contar con los dólares mínimos para que su industria no se paralice; China pelea mano a mano con Estados Unidos por la hegemonía global.
El problema no es la irreverencia, sino su inutilidad. Al final, quien se presentó ante Xi fue un hombre golpeado, al que la tensión de una política que no tiene piedad –la peronista y la general– le ha afectado la salud. La reunión se produjo de todos modos por la insistencia de Fernández –que sabía lo que estaba en juego–, aunque reducida a 20 minutos por la demora que le provocó su indisposición y derivó finalmente en un compromiso chino de concretar el swap en un mes y de destrabar los desembolsos atrasados. No hizo falta “plantarse”.
No se trata de cuestionar personalmente al Presidente, no en un momento en el que, apremiado, pone el cuerpo de una manera que hasta habla de temeridad, uno de los nombres del coraje. Ni siquiera implica cebarse con la Cancillería, que antes con Felipe Solá y hoy con Santiago Cafiero puede esgrimir logros, como se verá más adelante. Se trata de insistir una vez más en una falla congénita del Gobierno: la forma en la que comunica.
Retomando el hilo, a China se le pidió, fundamentalmente, que acelere la ampliación del swap que rige desde hace años, en lo formal un intercambio de pesos por yuanes, por el equivalente a 5.000 millones de dólares. El Banco del Pueblo de Pekín, se puede dar por seguro, no va a gastar los pesos que reciba por la operación. El swap es para Argentina y es deuda por otros medios.
«Considerando que ahora el monto total del swap contabilizado por el Central pasa a ser de 25.000 millones de dólares, este representa el 58% de las reservas brutas de la autoridad monetaria”, calculó el economista Gustavo Reija, director de la consultora Mecronomic.
El nivel de dependencia ya es enorme y no deja de crecer. Ante eso, debería preocupar que, por poner sobre la mesa los números del momento, al día de la “exigencia” nacional, el Central ya se había patinado más de 900 millones de dólares de sus reservas solo en la primera mitad de noviembre.
En otro ejemplo de grandilocuencia oficial, la comunicación presidencial en la cumbre del G20 habló de un “amplio apoyo” al reclamo argentino de que el FMI ponga fin a su política de sobretasas, que penaliza con recargos a los deudores más grandes y de mayor antigüedad. La realidad fue más modesta, como informó Letra P, ya que el comunicado final de la cita de Bali simplemente dio cuenta de que los líderes del foro “toman nota de la continuidad de la discusión sobre la política de sobretasas en el FMI”.

Las sobretasas afectan a la Argentina, pero también a otros deudores del Fondo, como Ucrania. Tiempo atrás, cuando el cristinismo le sacaba el cuerpo al acuerdo con el organismo en el Congreso y en el ágora, Martín Guzmántrataba de explicar, sin ser escuchado, que la cuestión iba a comenzar a resolverse cuando Occidente reparara en la afectación que eso le provocaba al país invadido por Rusia, al que ha decidido proteger.
Otro tema de ruptura en la interna era que el FMI no refinanciara la deuda nacional a 20 años, sino solo a diez. Se le explicaba a Cristina Fernández de Kirchner y a Máximo Kirchner que, si se quería acordar, no había manera de conseguir algo que no figuraba siquiera en los estatutos, que establecen los acuerdos de Facilidades Extendidas, a diez años, como la instancia más prolongada de repago. Lo otro, el reclamo por una línea de crédito más larga que permitiera a los países endeudados y atravesados por problemas estructurales ponerse en orden sin extinguir la vida humana debía ser una pelea a librarse, cosa que Guzmán inició. La opción era romper y renunciar a cualquier desembolso de todos los organismos internacionales y de la propia China.
Por otra parte, todos y todas en el Gobierno sabían que resultaría imposible pagar 45.000 millones de dólares en diez años y que la Argentina y se señalaba, simplemente, que con el acuerdo se iniciaba un camino no deseado, pero inevitable que la llevará de refinanciación en refinanciación, siempre con la molesta compañía del Fondo. Diez más diez, al final, es 20.
Pues bien, ahora sí existe un Fondo de Resiliencia a 20 años, pero su fondeo todavía es limitado y hay que seguir trabajando en ello.
Como se ve, en ambos temas –las sobretasas y el Fondo de Resiliencia– Argentina logró avances significativos –aunque aún parciales– en base a posturas que trascendieron gestiones puntuales, de Guzmán a Sergio Massa y de Solá a Cafiero. Se trata de insistir y persuadir, no de perder las escalas y filtrar bravatas.
Más aun cuando la debilidad de la Argentina la obliga a reducir buena parte de su política exterior a una permanente actitud mendicante. Por lo menos desde la gestión de Mauricio Macri y ahora con Fernández, los encuentros anuales de la ONU, las reuniones de foros hemisféricos, las asambleas del FMI y el Banco Mundial y hasta los diálogos bilaterales son escenarios de una permanente actitud de “pasar la gorra”, pedir plata, reprogramar lo no pagado, implorar por reducciones de tasas. Todo eso es inevitable, pero no debe ir más allá de una coyuntura infeliz. Argentina puede más.
Por algo es parte del G20. No hay que olvidar que el sector recalcitrante del antiperonismo, ese que privilegia su fobia antes que el interés nacional, militaba en tiempos de Cristina Kirchner contra la pertenencia argentina a ese foro. “Argentina no es una de las veinte economías má grandes del mundo”, argumentaban sin siquiera haber leído en la página oficial cuál era su naturaleza: reunir a las grandes economías y a “países de ingresos medios con influencia económica sistémica” para “encontrar soluciones a condiciones económicas globales”.
Bien, Argentina es un país de ingresos medios que tiene una influencia relevante dada por su condición de tercera economía latinoamericana, su lugar de privilegio como proveedora de alimentos y, ahora, por sus riquezas en litio e hidrocarburos no convencionales.
Eso y más es lo que hay que desarrollar. Con menos grandilocuencia y, alguna vez, orden interno. Ya que estamos con ánimo mundialista, “¡Vamos Argentina!”.