(Foto: Noticias Argentinas).
Si le va bien a Brasil, nos va bien a todos y todas. Comercio e inversión. El futuro del Mercosur y ese deseo llamado BRICSA. ¿Qué pasará cuando votemos acá?
«Cuba, Venezuela, Argentina…». El infumable rap que Jair Bolsonaro interpretó en el debate final que mantuvo el viernes a la noche con Luiz Inácio Lula da Silva incluyó a nuestro país en su eje del mal imaginario, en el que el capitalismo posible de la periferia es socialismo y el peronismo, comunismo. La referencia es elocuente sobre cierto imaginario presente en la ultraderecha brasileña, que incluso ha deparado ataques de tono personal que es mejor olvidar. Dicho pensamiento, por llamarlo de algún modo, es opuesto al de la izquierda y los aliados que la enfrentan, lo que hace que el resultado del ballotage de este domingo no le resulte para nada indiferente a nuestro país. Entonces, ¿qué está en juego para nosotros o, en otras palabras, qué desenlace sería deseable?
La pregunta anterior tiene algunas respuestas más o menos objetivas –como que con el exmilitar la democracia es una hoja en el viento– y otras que dependen de lo que ocurra aquí en las elecciones que se celebrarán dentro de un año. Si pudiera continuar en el poder, el Frente de Todos claramente desearía una victoria de Lula, mientras que los halcones de Juntos por el Cambio verían en un triunfo del excapitán un anticipo de su propio futuro. Lo que tienen en la cabeza al respecto «palomas» como Horacio Rodríguez Larreta es un enigma que se suma a tantos otros.
Como se sabe, Brasil es el segundo socio comercial de la Argentina y la complementariedad de muchas empresas importantes en ambos mercados exige que la relación sea armónica. Lula probablemente sería un socio más comprensivo para un futuro presidente peronista o, del mismo modo, para Larreta, Patricia Bullrich o Mauricio Macri, ya que el futuro inminente no será fácil para cualquiera que gobierne. La flexibilidad y la «paciencia estratégica» han sido entre 2003 y 2010 marcas del primero que Bolsonaro ha replicado menos y a disgusto.
La primera clave para la Argentina es que el comercio y las inversiones sigan fluyendo con normalidad, lo no parece amenazado con ninguno de los contendientes.
Asimismo, sería muy importante que la industria brasileña prosperara porque su demanda de insumos y partes argentinas –sobre todo en el sector automotor– hace que cada punto porcentual de crecimiento del PBI brasileño se refleje en nuestro país en una expansión de al menos un cuarto de punto.
El contexto internacional hoy es mucho más adverso que el de los años felices de la primera década del siglo. El mundo desarrollado se encamina hacia una recesión, la inflación obliga a sus gobiernos a adoptar medidas anticrecimiento y hasta la imparable China muestra números anémicos. Esto debería alcanzar para relativizar la idea facilista de que, con Lula, Brasil regresaría a una etapa de crecimiento acelerado.
Si el futuro económico es menos que brillante, sería necesario para los fines de la Argentina, que la industria del país vecino no colapsara bajo un aluvión librecambista.
El futuro del Mercosur
De la mano de lo anterior viene la vocación bolsonarista por la apertura del Mercosur. Esto causó diferencias tangibles, aunque poco mencionadas, con el mismísimo Mauricio Macri, quien procrastinó más de lo que confesó los afanes del vecino. El argentino entendió pronto –se lo hizo entender el sector industrial, en realidad– que el bloque es fundamental para las exportaciones de manufacturas y que estas no podrían entrar a mercados más competitivos. El empleo, desde ya, es un asunto central que se asocia con este punto.
Valientes es cualquiera, pero nadie come vidrio, Bolsonaro, a su modo, también se dio un baño de realidad al dejar caer poco a poco el objetivo de un Mercosur deconstruido desde su estatus actual de unión aduanera –demasiado– imperfecta y reciclado en una simple zona de libre comercio entre muchas otras. Así, terminó por dejar bastante solo a Luis Lacalle Pou en su cruzada por negociar unilateralmente un tratado de libre comercio (TLC) entre Uruguay y China, algo prohibido por la normativa del bloque, omisión que sorprende por provenir de alguien supuestamente tan institucionalista como el oriental.
Bolsonaro había amagado justamente con eso –que cada país pueda negociar por las suyas con terceras partes–, pero en el medio le ocurrió la realidad: su sueño, un TLC con Estados Unidos, nunca tuvo contraparte, ni ayer con su admirado Donald Trump –un proteccionista selectivo– ni hoy con Joe Biden –un demócrata limitado por los sindicatos y el progresismo–.
Entre las grandes potencias, el «socio» disponible para tal objetivo hoy es China, lo que representa un problema doble: ideológico –Bolsonaro está afiliado a la nueva ultraderecha que hace dese ese país el chivo expiatorio de todo mal– y económico. La gran industria brasileña, librecambista de boquilla, recula cuando se habla de abrir aduanas con el gigante asiático. Así, ante el recuperado sentido común de sectores empresariales que, con la salida del sol, se asustaron al ver demasiado cerca la posibilidad de que se materializara el paraíso de apertura con el que sueñan por las noches, las ínfulas rupturistas de Bolsonaro quedaron minimizadas. Este, hay que recordarlo, llegó en su inicio a decirle a la Argentina a través de su ministro de Economía, el ultraliberal Paulo Guedes, que se fuera del Mercosur si no le gustaba la idea de desarticularlo.
¿Volvería el excapitán con el tachín-tachín de la apertura irrestricta en caso de resultar reelecto?
Preguntas hoy sin respuesta aparte, el giro realista de Bolsonaro hizo que el acuerdo con Fernández sobre una reducción razonable del Arancel Externo Común (AEC) terminara resultando menos traumático que lo esperado.
Con Lula, en cambio, el Mercosur recuperaría su vocación desarrollista, esto es de cierto nivel de protección industrial y de cuidado de que los sectores fabriles de ambos países no se vean arrasado por competencias irresistibles. El problema es que el bloque vive en crisis desde hace demasiado tiempo y que, tal como está –reflejo, en buena medida, de todo lo que funciona mal en la economía argentina– no sirve a ningún fin de desarrollo. Es hora de que, más allá de lo que se vote en Brasil, la Argentina de la megainflación y el hiperendeudamiento cambie y vuelva pronto a ser una solución y no un lastre eterno para sus socios.
¿Nacerán los BRICSA?
China ya a dicho que la Argentina tiene abiertas las puertas del club de los grandes países emergentes, el BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica–, que pasaría, en tal caso, a llamarse BRICSA.
Celso Amorim, excanciller y exministro de Defensa de Lula, ya anticipó que este sería un abogado activo de la causa BRICSA. Sin embargo, la cuestión –importante porque le daría al país acceso a fuentes de crédito para, por ejemplo, la construcción de infraestructura de las que hoy carece– no es sencilla.
Si ese fuera el fin, en el cortísimo plazo habría que remover la incomodidad que le causó a Vladímir Putin la condena argentina a su invasión a Ucrania, expresada de modo claro en diversos foros. Con todo, hay que recordar que dicha molestia es previa a ese hecho y que se explica en el sentimiento del Kremlin de que el panperonismo le prometió mucho y no le cumplió caso nada. No hay nada que hacer… la influencia de EE.UU. es como el sol: aunque no la veamos, siempre está.
Argentina, atada como estará por años a la vigilancia del Fondo Monetario Internacional (FMI) –ya sea con Fernández, una jefatura de Estado de JxC o con la propia Cristina Kirchner– probablemente no tendrá en el futuro previsible márgenes de autonomía demasiado grandes. Lo que la audacia política puede lograr, claro, es algo que siempre está por probarse.
En este tema influye de modo crucial el calendario electoral de nuestro país. Una nueva gestión del Frente de Todos podría empujar el ingreso a los BRICS, pero es difícil prever lo mismo en el caso de que quien gobierne sea Bullrich o Macri, presumiblemente más sensibles a los vetos de Washington a la integración de un mundo emergente ansioso por engendrar un nuevo orden mundial.