La era Biden signará 2021 y traerá cambios para la Argentina

(Foto: Reuters).

La salida a regañadientes de Donald Trump de la Casa Blanca y el ingreso a la misma del demócrata Joseph Biden, que se producirá el próximo 20 de enero, supondrá un cambio de la agenda internacional de los Estados Unidos, en la que sobresaldrán el abandono de la unilateralidad personalista y el regreso al atlantismo como eje para el tratamiento de los grandes conflictos globales. ¿Será eso mejor o peor? Se trata de algo que está por verse, porque si bien el muchas veces criticado republicano ha sido un derroche de arbitrariedad, no puede decirse que haya impuesto dosis de violencia superiores a las de sus antecesores recientes.

Sin embargo, el regreso de la articulación entre los Estados Unidos y Europa occidental solo atiende a los aspectos formales de la politics as usual que retorna. La misma se montará a lomo de los grandes asuntos de la época, que incluyen de modo preponderante la fricción por el mantenimiento/conquista de espacios de poder e influencia entre la potencia establecida, los propios Estados Unidos, y la emergente, China.

Seguramente la competencia entre ambos países continuará, pero, por caso, sus roces comerciales probablemente encuentren cauces más institucionales o negociados en lugar del recurso caprichoso a sanciones y restricciones aplicado por el jefe de Estado saliente, que han puesto en vilo más de una vez en los últimos cuatro años a los mercados financieros.

Un capítulo particular de esa competencia pasa por el desarrollo de tecnologías sensibles, en especial el desarrollo de la Internet de 5G, en la que Trump trató de erradicar de la faz de la tierra al gigante chino Huawei. En un marco de competencia más tradicional, países sometidos hasta ahora a una presión estadounidense irresistible probablemente encuentren mayores resquicios para darse políticas propias que incluyan a China en la ecuación. América Latina y una Argentina sedienta de comercio e inversiones deberían aprovechar especialmente las posibilidades de una etapa menos cruda en el capítulo regional de la puja por la hegemonía. 

Otro tema mayor, en el que se espera que Joe Biden se apoye en los aliados europeos que Trump despreció, es el de la emergencia de Irán como potencia nuclear. Su impulso inicial, según se esperaba al cierre de este Anuario, sería el regreso de los Estados Unidos al Acuerdo de Viena de 2015, negociado al final de la era de Barack Obama, proceso que lo tuvo a él mismo como animador. Sin embargo, el Israel de Benjamín Netanyahu y sus socios de ultraderecha ya salió a condicionar al futuro ocupante de la Casa Blanca. A Israel se le ha atribuido a fines de noviembre el asesinato en Teherán de Mohsen Fakhrizadeh, el mandamás del plan nuclear iraní –que, según el Estado judío, consta de un segmento secreto–, lo que, de mediar represalias o un aumento de las tensiones, obligaría a Biden a alinearse con un socio tradicional y dueño de enormes recursos de influencia en Estados Unidos, el que además no quiere saber nada con cualquier cosa que no sea impedir el acceso persa a “la bomba”.

De la mano de lo anterior, habrá que ver si Biden pretende retomar la postura crítica del Obama crepuscular hacia la política israelí de colonización de territorios palestinos, la que ya está a punto de inviabilizar cualquier posibilidad de una solución basada en “dos Estados”. ¿Se atreverá a desandar los pasos de Trump en el reconocimiento de Jerusalén, con sus zonas anexadas, como capital de Israel? “El mío no será un tercer

mandato de Obama)”, ha dicho, a pesar de haber nombrado en su gabinete a varios veteranos de esa época. Acaso, con sus 78 años, se piense como presidente de un solo mandato, lo que podría llevarlo a oscilar en –tal hipótesis– entre la disponibilidad de grados mayores de libertad para dejar una impronta personal y la responsabilidad de extender la etapa demócrata a una eventual sucesión vía su vice, Kamala Harris.

Un elemento refulge en la nueva agenda demócrata: la pelea contra el cambio climático. En eso no hay dudas de que el escepticismo anticientífico de la ultraderecha que hizo carne en Trump será cuestión del pasado, pero el previsible retorno de Estados Unidos al Acuerdo de París y la reconversión acelerada desde los combustibles fósiles a las energías renovables no serán políticamente neutros. Ese rasgo condicionará las relaciones exteriores de Estados Unidos, en especial en Sudamérica, donde Jair Bolsonaro, el Trump pequeño, ya acusó recibo de la amenaza de Biden de imponerle sanciones a Brasil si no termina con la deforestación acelerada de la Amazonia.

Ese tema es sensible para el país vecino, para el cual la intervención externa en ese tesoro natural es una vieja hipótesis de conflicto. Pero Bolsonaro ha ido mucho más allá de la comprensible reivindicación de la soberanía brasileña. Ha atacado a Biden, lo amenazó incluso en términos militares y hasta llegó a hacer suya la insostenible denuncia de fraude de Trump, poniendo, desde el país más importante de América del Sur, una sombra de duda sobre la legitimidad del electo en la hiperpotencia.

Más allá de la cuestión migratoria, que también se anuncia menos brutal desde enero, América Latina en general y la Argentina no serán prioridades para Biden. Al cierre de esta edición, si bien este ya tenía designado a Antony Blinken como secretario de Estado, aún no había dado pistas sobre los responsables de la diplomacia hacia el hemisferio.

La posible ruptura del eje Washington-Brasilia sería –de concretarse– una consecuencia esperable. A eso habría que sumar el caso de Venezuela, que si bien no va a perder el estatus de “amenaza” para Estados Unidos, acaso sí deje de tener la centralidad obsesiva y agresiva de los últimos años. En paralelo a eso, la Argentina podría encontrar espacio para hacer política junto a Washington, que podría validar los esfuerzos del Grupo Internacional de Contacto (GIC), del que forman parte el país y la Unión Europea, para buscar alguna salida negociada a esa crisis constante.

Si de los efectos de la nueva era sobre la Argentina se trata, no deberían esperarse mayores problemas en la renegociación de la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI), un disparate de 44.000 millones de dólares que Trump les dejó como carga a los argentinos en su esfuerzo por apoyar la reelección de Mauricio Macri. La cuestión es que ese paquete también condiciona al Fondo, que ha quedado desmesuradamente expuesto a la Argentina en un momento de pandemia en que los requerimientos de asistencia financiera se multiplican en todo el mundo, así como a los Estados Unidos, su principal accionista. Tanto como a Alberto Fernández –aunque con menos premura–, a Biden le vendría bien poner orden en ese desaguisado.

Todo lo anterior, sin embargo, es estructura y largo plazo. Lo inmediato para el presidente electo de los Estados Unidos es volver a poner la ciencia por delante de los caprichos y darle un cauce razonable a una pandemia que no deja de hacer estragos en ese país, el más golpeado del mundo. Pero además de darle coherencia federal a las medidas de prevención y al alcance de la vacunación contra el covid-19, deberá ingeniárselas para apurar los tiempos de la recuperación económica después del Gran Confinamiento.

Al respecto, cabe esperar una política fiscal laxa, con nuevos capítulos de estímulo. Otra vez el destino de la Argentina se cruza en el camino de la nueva era: una etapa esperable de dólares abundantes –en el mundo, no en nuestro país– augura bajas tasas de interés y materias primas más valiosas.

Si no al Estado nacional, que seguirá excluido del mercado voluntario de deuda, lo primero al menos debería servirles a algunas empresas; lo segundo, ojalá, podría aliviar una crisis cambiaria que ya lleva dos años y medio y que parece ajena a los cambios de gobierno.

(Nota publicada en el Anuario de Ámbito Financiero).