LA QUINTA PATA | El óxido que corroe a la autoridad democrática

(Foto: Noticias Argentinas).

La semana que termina fue, literalmente, de locos: comenzó con una asonada de la Policía Bonaerense y terminó con un combate entre la Nación y la Ciudad de Buenos Aires –o, lo que es igual, entre el gobierno peronista y la oposición de PRO– por el punto de coparticipación que la primera le detrajo a la segunda para salir al rescate de la provincia maldita. Todo es importante, pero es habitual en la Argentina que la última urgencia haga olvidar a la anterior y, peor, que los problemas de fondo ni siquiera se planteen. Conviene, entonces, hacer el ejercicio velado: ¿qué tipo de crisis atraviesa la autoridad democrática en el país? O, en otros términos, ¿es posible salir del pozo actual sin liderazgos eficaces? La resignación es la reacción –esperable, aunque corrosiva– de una sociedad que no se siente a la altura de sus desafíos.

Si de autoridad se trata, hay que decir que Alberto Fernández salió del brete bonaerense –se verá si definitiva o precariamente– con un gesto de fuerza. Más allá de las interesantes argumentaciones de las partes acerca de la justicia o legalidad de la movida, el presidente recuperó el centro de la escena, sacó las papas del fuego en el distrito sin el cual el Frente de Todos sería el Frente de Nadie, se reivindicó ante la tropa propia y la motivó para la pelea.

El futuro dirá si, en paralelo, excavó la grieta más profundamente que lo prudente, si hará de la Ciudad de Buenos Aires un territorio más hostil que lo conocido para el peronismo, si consagró en Horacio Rodríguez Larreta al nuevo referente nacional de la contra, si lo ayudó a disimular las tirrias entre los yihadistas y los dialoguistas de sector y si termina de sacarle a Mauricio Macri del camino. Es arriesgado polarizar con alguien que tiene con qué dar pelea: de Cristina Kirchner a Macri y de Macri a Cristina Kirchner, así lo muestra la historia reciente. ¿La victoria habrá sido una a lo Pirro? Ya se verá.

El salvamento de Pirro, pintura de Nicolas Poussin que ilustra un relato de Plutarco sobre el momento en que un grupo de leales a Eácides, entonces rey de Epiro, rescatan al hijo de este. El futuro monarca pasaría a la historia por lograr victorias militares a costo de pérdidas ruinosas.

Ese acto de fuerza, sin embargo, se produjo en un contexto de contestación general a la autoridad, no solo del Presidente, pero de modo especialmente preocupante cuando se trata de él. El levantamiento de los bonaerenses hizo blanco en el gobernador Axel Kicillof, pero si el acoso a su residencia ya había sido grave, más lo fue la exhibición de hombres y mujeres uniformados y armados a las puertas de la residencia de Olivos. Que el Presidente haya invitado a los amotinados a dialogar en el interior de la quinta, algo que justificó por su voluntad de diálogo, no ayudó precisamente a afirmar su autoridad.

Acaso sea esa misma vocación plural la que lo lleve a responder, sin reclamar respeto, la reiterada pregunta de algunos periodistas que se atreven a pedirle precisiones acerca de si es él realmente quien gobierna la Argentina.

Si Macri había otorgado fondos a “su” distrito a punta de decreto, Fernández hizo lo mismo, por igual vía, con el suyo propio. El gobernador recobró los colores de su rostro cuando pudo anunciar, a cuenta de ese dinero, mejoras sustanciales para los policías, pero la debilidad institucional ya rompe los ojos y el consenso democrático, por cuya salud se preguntaba esta misma columna hace dos semanas, quedó desamparado como un huérfano por los pésimos reflejos –o los cálculos– de una oposición llamativamente morosa. Si el método de la protesta amenazaba la democracia, los pronunciamientos debieron haberse producido muchas horas antes; si no lo hacía, ¿para qué el repudio?

El final del Rati Horror Show hizo que los policías rebeldes volvieran a lo suyo –a sus actividades de siempre, todas ellas–, que Sergio Berni fuera ratificado y que los amotinados pudieran irse a dormir sin el temor a recibir las sanciones que merecerían. Spoiler: el desenlace, pese a las apariencias, no es feliz. El modelo de cogobierno cívico-policial de la fuerza es un fiasco, la cadena de mandos sigue rota y los uniformados de todo el país probaron, frente al gobierno actual, la fruta prohibida que les permite saber que es posible intimidar a las autoridades, obtener respuesta y seguir como si nada hubiese pasado.

El pecado original y expulsión del Paraíso terrestre, fresco de 1509 de Michelangelo en la Capilla Sixtina.

La dilución de la autoridad –necesariamente tolerante, pluralista y garante de los derechos constitucionales, además de obligada por mandato popular a dar gobernabilidad y proyecto al país– es una mancha de óxido que se extiende sobre la democracia.

Para bien y para mal, la sociedad argentina suele mostrar grados elevados de rebeldía. Para desconcierto de Maquiavelo, la autoridad aquí no es casi nunca ni demasiado amada ni demasiado temida, salvo en los momentos populistas intensos o en las dictaduras atroces, respectivamente. Esa actitud, sin embargo, luce exacerbada en el actual contexto de doble crisis económica y sanitaria, que hace que los actos de desprecio por las normas broten aquí y allá como hongos.

La pandemia avanza como nunca, el éxito inicial de la estrategia oficial quedó definitivamente atrás y ahora el país flirtea con contagios y muertes que se acumulan. La advertencia presidencial de que tiene a mano el “botón rojo” y los pedidos de socorro de los terapistas son olímpicamente ignorados, no ya por quienes no pueden tolerar el aislamiento por la necesidad de parar la olla sino por los niños ricos que tienen tristeza y necesitan ahogarla con cerveza en un pub, por los caceroleros sin cura y por los lunáticos que organizan quemas de barbijos.

A la emergencia sanitaria se añaden a otras, en alguna medida subproductos de aquella, que también detonan y horadan la autoridad como un goteo irremediable. En esa lista hay que anotar las tomas de tierras, frente a las cuales la autoridad también contribuye a la confusión general al empantanarse en su capacidad de dar soluciones humanas en medio de debates sobre la legalidad o ilegalidad de esas acciones que, se supone, un gobierno debería tener saldados desde su nacimiento. Para peor, funcionarios del mismo palo se cruzan acusaciones serias en directo por TV. Entonces, ¿cuál es la autoridad, qué criterio aplica, soluciona o provoca los problemas?

Mientras, la parte de la Argentina que no soporta votar y perder es la misma que defiende la república poniendo el cuerpo incluso al precio de vulnerar sus principios básicos y desafiar también al Poder Judicial. La prisión domiciliaria que se le otorgó a Lázaro Báez, no necesariamente por ser un santo varón sino por haber pasado cuatro años en una prisión preventiva improcedente entonces por su fundamentación y hoy por su duración, fue desafiada violentamente por un grupo de vecinos de Pilar, uno de los cuales terminó preso por vandalizar la camioneta del Servicio Penitenciario que trasladaba al empresario.

No vale la pena abundar en otros ejemplos sobre el modo en que la democracia argentina desayuna cada día una taza caliente de líquido de frenos. Si la mencionada rebeldía inherente a esta sociedad a veces sirve para ponerles freno a ciertos atropellos, en otras ocasionas acorrala a la autoridad ejecutiva, legislativa y judicial en la impotencia. Es decir, paraliza la acción de gobierno.

La crisis económica nacional es grave y multidimensional, y la pandemia no hace más que empeorarla cada día. También el mercado financiero vive al filo del descontrol, cabe recordar.

Si un gobierno dirime en público diferencias elementales, termina por correr detrás de los hechos y se convierte en una escribanía de los humores cambiantes de una sociedad siempre airada.

En ese contexto, la grieta ideológica contribuye decisivamente a extender la mancha de óxido que corroe a la autoridad. El voto por descarte, la opción “en contra de…” y la formación de elencos en los que quien ocupa el lugar principal en el cartel no es necesariamente el actor más taquillero hacen que la legitimidad de origen de los gobernantes tenga duración breve y que la misma deba ser reforzada cada día, agónicamente, por la de ejercicio. Más que nunca, ante una sociedad escaldada por las decepciones a repetición, gobernar con niveles de consenso aceptables implica exhibir resultados constantes. Esa es la vacuna posible.

Si, al revés de eso y en lugar de ofrecer un discurso coherente, un gobierno dirime en público diferencias elementales, termina por darse una ráfaga de tiros en los pies, se obliga a correr detrás de los hechos y se convierte en una escribanía de los humores cambiantes de una sociedad siempre airada.

Ah… ¡qué olvido! En la última semana, 1.524 argentinos más murieron por covid-19. ¿Dónde está la autoridad que va a poner en orden ese desmadre?

(Nota publicada en Letra P).