El Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil decidió abocarse, tardíamente, a resolver los cabos legales sueltos que dejó la operación anticorrupción Lava Jato (“lavadero de autos”), después de años de denuncias de que aquella había afectado, con su “jurisprudencia creativa”, derechos fundamentales como los de defensa en juicio y presunción de inocencia. Esto último, que dio lugar al comienzo de ejecución de las penas de cárcel antes de que existiera sentencia firme, como exige la Constitución, es equiparable al abuso de la prisión preventiva que se ha dado en la Argentina a través del estiramiento de los causales que la justifican establecido por lo que se ha dado en llamar “doctrina (Martín) Irurzun”.
Tras un par de sentencias que amagaron con poner como nunca en cuestión el edificio jurídico de la Lava Jato, algo que podría provocar masivas nulidades de condenas por corrupción, incluida una que afecta nada menos que al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, el titular del STF, Dias Toffoli, intenta hacer un difícil equilibrio entre sus pares para lograr dos objetivos simultáneos que se parecen bastante a descifrar la cuadratura del círculo: deshacer los abusos del punitivismo judicial de los últimos años y evitar que salgan de la cárcel decenas de exfuncionarios y empresarios, cuyas fechorías distan de ser una hipótesis.
El miércoles, el alto tribunal anuló por siete votos contra tres la condena de primera instancia que dictó Sergio Moro, quien fuera emblema de la Lava Jato y hoy sirve como ministro de Justicia de Jair Bolsonaro, contra el exdirectivo de Petrobras Marcio Almeida Pereira. ¿El motivo? El magistrado no permitió que este hiciera su alegato final después del que realizó el reo que lo delató y recibió por ello un alivio de su condena, algo que consideró violatorio del derecho de defensa.
Días antes, la Segunda Sala del propio STF había anulado por la misma razón otra condena, la impuesta al expresidente de la petrolera Aldemir Bendine.
Ese detalle procesal, impugnado ahora por la más alta corte de Brasil, puede abrir la puerta a una oleada de nulidades, entre ellas en una de las dos causas por las que fue condenado Lula, la de la remodelación de un campo en el interior de San Pablo supuestamente costeada, a modo de coima, por una constructora que había tenido tratos impropios con Petrobras.
Para evitar que la implosión tardía de la Lava Jato provoque una ruptura en el propio Supremo, un enfrentamiento con Moro y Bolsonaro y una oleada de repudio de los sectores de la clase media que respaldan ciegamente lo hecho por aquella operación, Dias Toffoli busca encontrar un punto de equilibrio que establezca condiciones precisas para la concesión de nulidades. Sin embargo, como planteó en la reunión plenaria del miércoles el ministro Ricardo Lewandowski, ¿de qué modo legítimo se podría limitar la vigencia de un derecho constitucional como el de defensa en juicio?
El deseo social de ver encarcelamientos rápidos devino en populismo judicial de la mano de la Lava Jato. Algo análogo ocurrió en la Argentina, donde, “doctrina Irurzun” mediante, la prisión preventiva se convirtió en un sucedáneo de la condena efectiva.
El debate, que quema tanto en lo jurídico como en lo político, se hizo inevitable después de las dos nulidades mencionadas, pero Dias Toffoli incluir en el mismo, probablemente después de mediados de mes, otro asunto sensible y largamente postergado: el del comienzo de ejecución de las penas de cárcel después de fallo en segunda instancia, es decir, sin que haya sentencia firme o, como dice la Constitución brasileña, se agote “el tránsito en juzgado” de una causa. Se calcula que unos 80 detenidos podrían ser liberados si el Supremo cambiara la jurisprudencia que avaló ese extremo de populismo judicial.
El deseo social de ver encarcelamientos rápidos devino en populismo judicial de la mano de los magistrados de la operación Lava Jato, lo que hizo que se ignorara la Constitución. Algo análogo ocurrió en la Argentina, donde las causas se tramitan con mucha mayor lentitud que en Brasil y donde, “doctrina Irurzun” mediante (esto es la presunción de que un exfuncionario puede mantener una red de relaciones aptas para entorpecer la causa), la prisión preventiva se convirtió en un sucedáneo de la condena efectiva.
Volviendo a Brasil, la presión de los sectores medios y de medios de comunicación influyentes en pos de la elevación de la segunda instancia judicial a un valor que no le corresponde tuvo su correlato político. En 2010, muy poco tiempo antes de dejar el poder, fue el propio Lula quien cedió e instruyó a su Partido de los Trabajadores a que defendiera en el Congreso la llamada ley de “ficha limpia”, que veda la posibilidad de ser candidato a cualquier brasileño que tenga condena en segunda instancia.
Ese otro modo oportunista, cuando el petismo ya se debatía con las dudas (o certezas) que había dejado en el mensalão, de ignorar la presunción de inocencia fue lo que dejó al propio Lula da Silva fuera de carrera en las elecciones del año pasado.
El final es conocido: Moro y un tribunal de alzada se apuraron, la condena del tríplex en Guarujá fue emitida y refrendada y Bolsonaro llegó al poder.
Se verá en las próximas semanas si todas esas demasías encuentran un freno y la Constitución brasileña vuelve a ser interpretada por el Supremo de un modo menos fantasioso.
¿Y en la Argentina?