La decisión de la presidenta de la Cámara de Representantes (baja) del Congreso de Estados Unidos, Nancy Pelosi, de poner en marcha un procedimiento de juicio político contra Donald Trump tiene en la mira las elecciones en las que este buscará su reelección en noviembre del año próximo.
La diputada progresista dio de ese modo marcha atrás con una larga negativa. Los juicios políticos, se sabe, son primero políticos y recién después juicios, por lo cual ella incluso se había negado a avanzar en esa aventura cuando el informe del fiscal especial Robert Mueller sobre la intromisión rusa en las elecciones de 2016 no resultó concluyente en exculpar al presidente de obstrucción de justicia. Su idea era que no había contexto para una destitución, ni en las encuestas ni en un Senado en el que predomina el partido de gobierno.
Pero Pelosi cede ahora a la presión de la bancada demócrata, mayoritaria de la Cámara Baja: los legisladores favorables al inicio del procedimiento se hicieron más numerosos que los que dudan o lo rechazan en lo que va de la semana.
La novedad que trajeron los últimos días fue la polémica por el supuesto uso por parte de Trump de la ayuda económica costeada por los contribuyentes estadounidenses para que su homólogo de Ucrania, Volodímir Zelenski, fuerce una investigación en su país por presunta corrupción contra el exvicepresidente Joseph Biden.
Trump, que admitió haber hablado de “corrupción” con su par, tocó un punto sensible que lleva la pelea al campo electoral: Biden es, justamente, el presidenciable demócrata a priori más duro para cerrarle el paso en las urnas.
Dado que parece muy difícil que el impeachment se imponga en el Senado, los demócratas parecen buscar entonces un golpe político sobre el cual hacer girar su mensaje proselitista, el que tiene una idea central: el presidente hace trampa.
Si bien ese concepto encantará a la base liberal del partido de oposición, es posible que moleste al electorado oscilante, harto de ver cómo “la politiquería de Washington” antepone sus reyertas a la solución de los problemas concretos. Ese fue, acaso, el combustible más poderoso del triunfo trumpista de 2016.
Además de número de sus adherentes en el Senado y del rechazo que el juicio político puede generar en el electorado moderado, el mandatario confía sobre todo en un nivel de aprobación superior al 45% y a una distribución estadual del mismo que le permite confiar en imponerse en el Colegio Electoral.
Hasta la economía parece jugarle a favor: si bien las proyecciones de la Casa Blanca sobre un crecimiento superior al 3% este año van mucho más allá que las de los analistas privados, que hablan de algo más del 2%, el desempleo está en mínimos históricos y el crédito fluye gracias al bajo precio del dinero.
Con todo, la incertidumbre manda, como lo demostró la división del Comité de Política Monetaria de la Reserva Federal, que la semana pasada decidió, por siete votos contra tres, un recorte de la tasa de interés de módicos 25 puntos básicos.
Los que dijeron no alegaron que la economía es robusta y no necesita anabólicos. Mientras, los que votaron a favor se preocuparon por la debilidad que la guerra comercial con China le está causando al sector industrial y por la posibilidad, defendida por no pocos analistas, de que el país entre en recesión en los próximos 12 a 18 meses.
¿Será la apuesta a una economía dañada, capaz de modificar el clima político, lo que los demócratas que impulsan el impeachment tienen en mente? Hagan sus apuestas.