El país reza para que el mundo no le depare sorpresas en un 2018 intenso

La Argentina se juega mucho en 2018, año en el que procesos electorales en varios países relevantes de nuestro entorno político y económico definirán cambios o, como parece más deseable para el rumbo elegido por el Gobierno de Mauricio Macri, continuidades que aseguren plazos benignos para las transformaciones en curso.

Estados Unidos tendrá en noviembre la elección de mitad de mandato, un trance que anticipará si el Gobierno de Donald Trump va a culminar de un modo más o menos traumático. Rusia, en tanto, tendrá presidenciales.

Asimismo, Chile estará prácticamente estrenando Gobierno y Cuba iniciará, con el retiro de Raúl Castro en febrero, una transición para observar atentamente.

En tanto, elegirán nuevo presidente países clave como Brasil, México, Paraguay, Colombia y Venezuela.

Por diferentes razones, resulta especialmente relevante lo que ocurrirá en Estados Unidos y en Brasil. A esos casos nos abocamos.

Con Trump, los estadounidenses se han dado el jefe de Estado más extravagante, transgresor e irritante que se recuerde, una herida al orgullo de una ciudadanía que nunca se ha privado de mirar con desdén a líderes semejantes en su “patio trasero”. Trump es como ellos, solo que con botón nuclear.

Por lo pronto, en lo que hace al rumbo general de la economía, el republicano se sigue beneficiando del legado de Barack Obama, con un Producto que cerrará 2017 creciendo a más del 3%, creación de puestos de trabajo y una inflación bajo control.

El esperado reemplazo de Janet Yellen por Jerome Powell en la Reserva Federal no debería alterar un sendero paulatino de aumento de las tasas de interés, algo vital para los planes del Gobierno argentino, que optó por financiar un fuerte déficit fiscal y un rojo intenso de la cuenta corriente con copioso endeudamiento. Un salto brusco del precio del dinero en Estados Unidos pondría pronto final a esa estrategia y forzaría un ajuste del gasto mucho más drástico, de consecuencias políticas imprevisibles para el macrismo. Un escenario que, por suerte para el país, no aparece en el horizonte.

Mientras Wall Street sigue su marcha ascendente y nada parece inquietar a los inversores, cabe, sin embargo, hacerse preguntas sobre el posible impacto de una crisis política que, si bien nadie puede pronosticar con certeza a esta altura, tampoco puede ser desechada como posibilidad.

Desde antes incluso de que el magnate venciera a Hillary Clinton y se ganara la llave de la Casa Blanca, la hipótesis de un juicio político ha sido mencionada por analistas. Esos augurios sombríos se nutren del rechazo que Trump genera en el “círculo rojo” de su país pero también de los múltiples frentes que podrían complicarlo. Si las viejas denuncias de acoso sexual y de conflictos de intereses no fueran suficiente preocupación, no deja de llamar la atención el lento pero seguro aterrizaje del Rusia-gate en su entorno más íntimo. ¿Cómo reaccionarían los mercados ante un escenario tal, no probable por ahora aunque sí posible? Temerían por el inevitable conato de inestabilidad política o apuntarían, redoblando su apuesta, a un “cambio seguro” como el que representaría el vice Mike Pence, un apparatchik del Partido Republicano?

Más concreto, a priori, será el efecto que tendrá sobre nuestro país el desenlace de la interminable crisis institucional en Brasil. Una retomada en serio de la producción y el consumo en el vecino traería, de este lado de la frontera, el bonus track de que cada punto porcentual de crecimiento brasileño arrastra un cuarto de punto aquí. La cuantía de esa recuperación aún está por verse, condicionada tanto por factores económicos como políticos, con una clase dirigente que no termina de recuperar la vertical tras el tsunami al que la sometieron las investigaciones por corrupción.

Desde que Dilma Rousseff ganó la reelección en octubre de 2010, se terminó la paz. El goteo (por momentos un chorro fuerte) de las revelaciones del petrolão minó su administración, sentando las bases, como se recuerda, para una caída fundamentada en causas mucho más endebles.

Su reemplazo por Michel Temer en un proceso que hedió a conspiración no resolvió la crisis sino que, al contrario, la agravó. Nuevos escándalos y medidas antipopulares nunca dejaron de socavar la “popularidad” de un mandatario cuyo índice de respaldo se confunde con el margen error estadístico de cualquier encuesta.

En octubre próximo, por fin, Brasil saldará sus reyertas como se debe: abriendo las urnas. Pero incluso ese futuro está sujeto hoy a una gran incertidumbre, ya que el favorito excluyente, Luiz Inácio Lula da Silva, bien puede quedar legalmente fuera de carrera si en los primeros meses de 2018 la justicia confirma la condena por corrupción que ya se le impuso en primera instancia.

Si con Lula hay dudas sobre cómo será el futuro, dada su promesa de barrer con las reformas laboral y previsional con las que Temer pretende delinear un nuevo Brasil, ¿qué decir si él queda afuera y el poder se dirime entre una miríada de candidatos sin respaldo ni carisma? El ultraderechista Jair Bolsonaro, el conservador gobernador paulista Geraldo Alckmin, la ecologista Marina Silva o algún izquierdista menor que se presente como suplente de un Lula impedido, por solo nombrar a algunos, no generan entusiasmo ni mayor confianza.

Con que nada mude en el entorno internacional, el Gobierno argentino, que exhibirá con orgullo la presidencia pro tempore del Grupo de los 20, de cuya cumbre será anfitrión, debería darse por satisfecho. El equilibrio es delicado y cualquier giro imprevisto podría alterar todos los planes.

(Nota publicada en el Anuario de Ámbito Financiero).