Ciudad sagrada para tres religiones y encrucijada de todas las guerras libradas en nombre de ellas desde las Cruzadas hasta hoy, Jerusalén es el nudo de la identidad de los pueblos judío y palestino. Esto delinea el que tal vez sea el conflicto más complejo del mundo desde, al menos, mediados del siglo pasado, el que a su vez alimenta buena parte de las tensiones que se terminan traduciendo en atentados terroristas en los sitios más diversos.
Esa realidad difícil clama por una solución surgida de una negociación en serio, en la que los actores clave de la comunidad internacional actúen más como facilitadores de buena fe que como agentes del aplastamiento de la voluntad nacional del pueblo palestino. Con su decisión de ayer de reconocer “la realidad” del carácter de Jerusalén como capital del Estado judío, Donald Trump le quitó los últimos velos a la política exterior estadounidense, ya indudablemente identificada con el segundo de esos extremos.
El anuncio viola repetidos pronunciamientos del Consejo de Seguridad de la ONU e incuba un enorme potencial desestabilizador. Esto es así no ya porque exacerbe a los extremistas, lo que es obvio, sino porque supone una bofetada dolorosa a todo el proyecto nacional palestino. Si algún día finalmente ve la luz, el futuro Estado se asentará en un porcentaje ínfimo del territorio asignado por Naciones Unidas en 1947, no gozará del derecho de retorno de los refugiados y, se sabe ahora, tampoco tendrá al sector este de Jerusalén, de mayoría árabe, como su capital.
Velado hasta hace un año, cuando Trump resultó elegido presidente, el eslógan “Estados Unidos primero” es, en su aplicación práctica, más una manifestación unilateralismo prepotente que un conato de aislacionismo. Ningún país tiene en Jerusalén su embajada en Israel; Estados Unidos será el primero si la vocación del magnate de romper todos los consensos internacionales muta de capricho en una doctrina destinada a perdurar.
La decisión de la Casa Blanca busca legitimar la ocupación israelí concretada en las guerras de 1948 y 1967 y una colonización pertinaz. El mensaje es claro: basta con que un poder militar sea lo suficientemente grande como para que la implantación de una población en un territorio mute en lo que Trump y Benjamín Netanyahu llaman “la realidad”.
La Cancillería argentina, tan dada a emitir comunicados de apoyo o repudio a los hechos más variados, se limitó ayer a recordar la postura tradicional del país, favorable a una negociación y una solución de «dos Estados», y evitó mencionar por su nombre al tema caliente. Se limitó a “lamentar” las “medidas unilaterales que pudieran modificar este estatuto especial” en Jerusalén.
Acaso no repare lo suficiente en el obvio paralelo que lo ocurrido ayer guarda con la reivindicación nacional sobre Malvinas.