Si alguien pensaba que el choque frontal entre el centralismo español y el independentismo catalán había alcanzado su punto máximo el último domingo, en medio de una votación alterada a fuerza de golpes por la policía, ayer habrá entendido, al escuchar el discurso de Felipe VI, que el futuro promete conmociones todavía mayores.
Un aspecto destacable del discurso del monarca, el primero televisado a todo el país desde su entronización el 19 de junio de 2014, fue lo que no dijo: la palabra “negociación” fue la ilustre ausente. Y, de la mano de eso, su ratificación de la vigencia del Estatuto de autonomía . En lo que a él respecta, la independencia es impensable y no hay diálogo ni condiciones que puedan hacerla posible.
Por otra parte, llamó la atención que acusara a las autoridades regionales de haber defeccionado de su rol de representantes del Estado central en Cataluña. Sin dudas, la referencia al concepto de una soberanía tanto ascendente como descendente, es decir basada tanto en el pueblo como en la Corona, les habrá sonado irritantemente arcaica a la mayoría de los catalanes, tan deseosos de deshacerse de Madrid como de su monarca.
Pero la definición más importante fue la que ubicó a los líderes de la Generalitat como violadores conscientes y contumaces de la Constitución de 1978. Aludió así a la bala de plata de Madrid en esta crisis: la invocación del artículo 155 de la carta magna, que faculta al Gobierno central a intervenir los gobiernos autónomos. La doctrina quedó así fijada y le corresponderá a Mariano Rajoy utilizarla en su debido momento.
Dicho artículo establece que “si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”. En este caso, el alzamiento incluye al propio Carles Puigdemont, cuyo Ejecutivo quedaría arrasado con este equivalente (de impacto aumentado) a la “intervención federal” del ordenamiento constitucional argentino.
Sin embargo, el remedio de la intervención puede ser más peligroso que la “enfermedad” del secesionismo.
Por un lado, la “deslealtad” del President y de los suyos supondría un destino de cárcel capaz de desatar pasiones aún más incontrolables. En ese sentido, cabe preguntarse qué fuerza de seguridad sería capaz de imponer una “pax hispanica”, desacreditados, repudiados y escrachados como están, al borde de lo soportable, los policías nacionales y guardias civiles enviados por el Ministerio del Interior.
Por el otro, y más importante, en algún momento un nuevo proceso electoral debería poner fin a la eventual conculcación de la autonomía regional. Tras el espectáculo represivo del domingo y los últimos sucesos, ¿alguien puede dudar de que la mayoría independentista resultaría aún más dominante en una futura legislatura?
Por ahora, la aplicación del artículo 155 no es viable. El partido Ciudadanos, surgido al calor de la crisis económica en Cataluña con un españolismo marcado, se lo recomendó a Rajoy, pero el PSOE ni quiere hablar de él, consciente de que tiene en Cataluña muchos votos para perder.
Sin embargo, antes de que termine esta semana se espera que el Govern eleve al Parlament el resultado oficial del referendo del domingo, lo que derivaría en una declaración unilateral de independencia posiblemente entre el viernes y el lunes próximos.
Tal escenario gatillaría el apoyo socialista a la “solución” que el rey le recomendó (¿le ordenó?) implícitamente a Rajoy.
Acaso ese día la capacidad de asombro del mundo se vea nuevamente excedida.