El triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos dejó al mundo patas para arriba. Dado que confirma que la ola proteccionista y aislacionista que había impactado en el “brexit” es capaz de alcanzar incluso a la mayor economía global e hiperpotencia militar, ya no se puede ignorar la emergencia de una era que nos afectará a todos.
El desenlace llegó con alguna sorpresa, ya que fueron muy escasos los análisis o las encuestas que lo previeron dentro de los Estados Unidos. Sin embargo, la presencia de este periodista en Nueva York en los días previos a la elección le permitió poner en duda algunas presuntas certezas.
Basados en el análisis de sondeos estaduales que finalmente se revelaron fallidos, medios de prestigio como The New York Times insistían incluso en la víspera en que Hillary Clinton tenía un 84 % de posibilidades de lograr la mayoría de 270 votos en el Colegio Electoral, tantas como un pateador de fútbol americano de acertar un tiro desde 36 yardas. Sin embargo, el diálogo con muchas personas del común permitía identificar, al menos en esa zona particular de los Estados Unidos, a un cierto tipo de votante: el que se declaraba “indeciso” y por ende, resultaba indetectable en las encuestas pero que, a poco que entraba en confianza, mostraba a la vez un rechazo fuerte al establishment que representaba la ex secretaria de Estado y un deseo igualmente potente de cambio.
En términos políticos, la “revolución Trump” significa el acceso al poder por primera vez de “un gran sector de votantes sobre todo blancos, favorables a políticas proteccionistas y que culpa al establishment por la vigencia durante décadas de políticas de libre comercio y de inmigración que erosionaron el empleo industrial en los Estados Unidos”, dijo Robert Y. Shapiro, profesor de Ciencia Política en Columbia University. Un voto de protesta contra la globalización, en definitiva.
Pero ese sector ya existía. Lo que faltaba, y en eso radica el “mérito” del ahora presidente electo, era que “un demagogo se convirtiera en el campeón de esa masa de blancos autoritarios que no tenía aún una coordinación”, agregó otro analista político y profesor de Columbia, Robert S. Erikson.
Pero si bien el fenómeno hace eje en ese sector del electorado, no es en absoluto exclusivo de él. Como buena alternativa ganadora, lo que ya puede llamarse “trumpismo” incluye a otros grupos, desde sectores rurales hasta conservadores convencidos, pasando por gente preocupada por la persistencia del terrorismo islamista, votantes urbanos hartos del excesivo poder de los lobbies y la “corrupción” de Washington, mujeres tradicionalistas e incluso hispanos que, en una proporción no desdeñable de uno de cada tres, no quieren saber más nada con el crecimiento de una inmigración ilegal a la que atribuyen el deterioro de su seguridad y de la calidad de los puestos de trabajo a los que pretenden acceder.
Sin embargo, ganar una elección es una cosa; gobernar manteniendo unida a una alianza social tan heterogénea es un desafío mucho mayor.
¿QUÉ HAY QUE ESPERAR?
Esa dificultad es mayor en la medida en que el hombre que asumirá el próximo 20 de enero es un total outsider de la política estadounidense. Empresario, poderoso sobre todo en el rubro inmobiliario, Donald Trump osciló durante toda su vida como donante tanto demócrata como republicano. En la previa de las primarias que iniciaron su camino hacia el poder, optó por competir dentro del Gran y Viejo Partido, pero sus posturas, muchas veces alejadas del conservadurismo clásico, le provocaron severos enfrentamientos con el establishment de la agrupación.
El problema es que Trump no cuenta con una base de apoyo propia, más allá de los votos que lo encumbraron, algo importante pero que de ninguna mera agota la configuración del poder. No cuenta con equipos propios ni tiene cómo cubrir los cuatro mil puestos de la administración federal. Además, deberá alcanzar un modus vivendi con un Congreso que seguirá estando controlado en sus dos cámaras por los republicanos, algo que, como vimos, supone tanto un respaldo como un condicionamiento fuerte.
El enigma que representa Trump puede proyectarse en tres escenarios.
Uno, el ultra, que lo muestre totalmente fiel a su discurso más agresivo, proteccionista, aislacionista y antiestablishment. La imposición de aranceles a los productos chinos, la renegociación del Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) en perjuicio de México, una tensión con la OTAN para que los países de Europa paguen la asistencia militar estadounidense y una arriesgada alianza con la Rusia de Vladímir Putin formarán parte del combo.
Según Alberto Bernal, jefe de Mercados Emergentes y estratega global de XP Securities en Nueva York, esta alternativa anticipa una guerra comercial, en particular con China, “que nos llevaría a un escenario similar al de 1930. Sí, es tan dramático como eso”.
Así, para el especialista, el futuro se reduce a una opción de hierro: “Donald Trump cumple con lo que les prometió a sus electores”, lo que nos ubica en este primer escenario, “o los traiciona, lo que sería una buena noticia para el mundo”. Esto nos lleva a los otros dos escenarios: uno, el de un presidente que, despojándose de todo lo dicho y hecho hasta ahora, gobierne como es habitual en los Estados Unidos o el de uno que, pragmático, sea capaz de sostener algunas de sus promesas y, con ello, cierto nivel indispensable de apoyo social.
El primer término de este par, el escenario dos, entregaría una dosis masiva de politics as usual, algo así como un Carlos Menem en versión estadounidense, capaz de decir esa frase en realidad nunca pronunciada pero que resume lo que bien podría haber dicho: “Si hubiese dicho lo que iba a hacer, nadie me habría votado”.
El segundo, el escenario tres, implica un juego más sinuoso, capaz de entregarle al mundo episodios de fuerte conmoción pero que, al final, no implique darle una patada terminal al sistema.
Por lo que al cierre de esta edición se esbozaba en términos de declaraciones, gestos políticos y los primeros nombramientos, este escenario mixto asomaba como el más probable.
CAMINAR POR LA CORNISA
Donald Trump dio algunos indicios de que buscará conformar al núcleo duro de su base electoral con anuncios de fuertes deportaciones y con la ratificación de una severa política antiinmigratorias, que incluirá el cumplimiento de su propuesta estrella: el muro de tres mil kilómetros en la frontera sur.
Sin embargo, eso mismo ya viene algo diluido. Las deportaciones no alcanzarán, como había dicho sin medir la realidad, a los once millones de indocumentados sino a los dos o tres millones con problemas judiciales pendientes. El resto, ya no está compuesto por “mexicanos que nos traen lo peor, violadores y narcotraficantes”, como escandalizó en su momento, sino por “gente fantástica”, cuyo futuro en los Estados Unidos dejó deliberadamente abierto. Tampoco habrá una división especial de la policía para perseguir a los indocumentados.
Mientras tanto, otras señales van en sentido opuesto. Habló de aceptar los consejos de Barack Obama y los de sus hasta hace días nomás odiados Clinton. Prometió mantener partes sustanciales del plan de salud conocido como Obamacare en lugar de destruirlo de un solo golpe. Y demostró una voluntad clara de recostarse en el Partido Republicano.
“Nadie tiene una idea cierta sobre cómo puede gobernar y sobre cómo va a lidiar con los líderes republicanos del Congreso que no lo han apoyado. Pero creo que si todos los actores actúan de modo racional, pueden encontrar un terreno común que pase por la reducción de los impuestos y de las regulaciones del Gobierno, por las nominaciones a la Corte Suprema y por el destino de la Affordable Care Act”, esto es el Obamacare, conjeturó Shapiro.
Mark Calabria, especialista en regulación financiera del Cato Institute en Washington, sumó un elemento a favor de un pacto de convivencia entre el futuro presidente y el Partido Republicano. “Donald Trump no hará demasiado para cambiar el statu quo o para encarar reformas de gran calado, al menos en tanto no haya una nueva crisis. Pienso más bien en cambios modestos al actual sistema, en un intento de limar sus bordes más filosos”.
El propio programa electoral triunfante abona esa posibilidad de suave reformismo. En su campaña, el empresario-presidente dijo que “debemos librarnos de la reforma Dodd-Frank [surgida de la crisis de las hipotecas] porque hizo que los bancos no concedan todo el crédito que la gente necesita. No estoy de acuerdo en imponer la división de los bancos grandes”, lo que hizo extensivo al muro establecido por esa ley entre las actividades de banca minorista y de operaciones altamente especulativas.
Un modus vivendi con el liderazgo republicano ya se dejó entrever cuando, en la semana posterior a su triunfo, entronizó a su compañero de fórmula, Mike Pence, a cargo de las cruciales tareas de la transición.
También cuando sugirió que podría tender una rama de olivo al mercado financiero al filtrar gestiones para nombrar en el Tesoro a alguna figura importante de JP Morgan o de Goldman Sachs.
Y, asimismo, cuando nombró a Reince Priebus, un trumpista de la primera hora pero también el titular desde 2010 del Comité Nacional Republicano, como jefe de Gabinete.
Aunque, claro, hizo equilibrio en clave populista al colocar a su exdirector de campaña, Steve Bannon, un hombre cercano a la derecha supremacista blanca, como principal asesor. ¿Se perfila entonces el escenario mixto, pragmático, en el que responderá en alguna medida a sus promesas pero en el que privilegiará la concordia con “su” partido?
“Va a tener que hacer la paz con los republicanos del Congreso de modo que nunca se vean tentados de trabajar con los demócratas para iniciarle un impeachment en base, por ejemplo, a sus aparentemente serias violaciones de las leyes impositivas”, explicó Shapiro.
Un curso de acción ultra y de espaldas al establishment republicano podría agravar el peor escenario con un agudo problema de gobernabilidad y hasta con una crisis institucional. El incentivo para el pragmatismo luce poderoso.
¿UN MUNDO LIBRE DE AMENAZAS?
Pero lo anterior no significa que desaparezcan los motivos para la preocupación. El programa trumpista tiene elementos pronegocios (la tasa impositiva plana, que pasaría al 15 %, la desregulación) y otros capaces de generar zozobra en todo el mundo, como su prometido proteccionismo.
Simon Lester, experto en libre comercio del think tank libertario Cato, señaló que “pienso que va a ser muy proteccionista. Él cree profundamente que otros países están haciéndole trampa a los Estados Unidos y que aquí deben producirse las manufacturas que se consumen”.
Bernal, el hombre de XP Securities, se preguntó, retórico: “¿Realmente se puede pensar que imponga aranceles del 45% a los productos chinos y que no pase nada, que no haya repercusiones?”.
El futuro está peligrosamente abierto. Más vale ajustarse bien el cinturón de seguridad.