Nueva York – Lo hecho por Barack Obama en el plano internacional también tiene luces y sombras, y un buen ejemplo de ello es el acuerdo con Irán, que limitará el plan nuclear persa en el mediano plazo pero que abre interrogantes a futuro y lo enemistó (aún más) con la oposición republicana, con la alianza de derecha que gobierna Israel y con las monarquías sunitas del Golfo, esos incómodos aliados de Estados Unidos.
La independencia palestina es una clara asignatura pendiente. Obama se llevó entre mal y pésimo con Benjamín Netanyahu, y nunca pudo persuadirlo de allanarse a una negociación de buena fe. Un consuelo: no fue el único en fracasar en ese intento.
Un logro importante fue la apertura hacia Cuba. La relación diplomática se normalizó y la Casa Blanca avanzó hasta donde pudo en materia de viajes y vínculos comerciales. Pero el embargo, se sabe, es resorte del Congreso y allí mueren por ahora las buenas intenciones.
En el plano del debe hay que destacar el cierre del penal de Guantánamo (pendiente desde el día uno de su mandato), los asesinatos selectivos con drones (que no distinguen muy bien a los presuntos terroristas de los seguros inocentes) y el espionaje global de la NSA, que abochornó a su país frente al mundo.
En tanto, Medio Oriente siguió siendo el drama de siempre. Obama logró retirar a los soldados de tierra estadounidenses de Irak y Afganistán, excepto pequeños remanentes que están a salvo de las muertes a granel que erizaron tiempo atrás a la sociedad. Pero ambos países siguen sin estabilizarse: el primero, partido en mil pedazos y el segundo, sometido a la presión de una insurrección talibana que es más difícil de erradicar que lo calculado.
Si Obama pudo anunciar la muerte de Osama bin Laden, la suya fue la era del ascenso del Estado Islámico, una amenaza terrorista acaso peor que la de Al Qaeda y que su Gobierno minimizó imperdonablemente en sus inicios.
Hoy se busca erradicar a los yihadistas de Irak y de Siria, pero la guerra civil de cinco años en este último país es una muestra más de la falta de rumbo de los Estados Unidos.
Apoyó a milicias opositoras a Bashar al Asad, en general dudoso apego a la democracia, el laicismo y los derechos humanos. Se enfrentó por ello a Rusia y a Irán, lo que convirtió a Siria en un país desgarrado por una guerra fratricida en la que las potencias hacen lo que le parece a cada una. Todas dicen combatir al Estado Islámico, pero cada una lo hace por su cuenta, sin coordinación. En el medio quedó un tendal humano.
La Libia post-Gadafi es otra obra maestra del terror, con una intervención occidental torpe que convirtió a ese país en otro santuario para el EI y para las bandas que trafican refugiados hacia Europa.