El incendio político que devora a Brasil, dadas las proporciones continentales del vecino, encandila a toda una región que observa y teme. El brillo del fuego enceguece y lleva a una pregunta obvia: ¿cómo terminará todo eso? Mientras las llamas crecen y se retraen repetidamente, es posible comenzar a entrever el futuro. Una nueva era nace y el giro que representará con respecto a todo lo conocido puede resultar sorprendente. ¿Certezas? No las hay. Arriesguemos un poco, entonces.
Brasil es, por historia, un país con vocación “imperial”, como un puñado de otros en el mundo, de distinto porte: Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Francia, la menguada España, Irán, Turquía, China, Japón… Alguno más, seguramente. Así, la meta del engrandecimiento nacional siempre cruzó las políticas económicas de nuestro vecino.
Su dictadura no fue como la argentina; sostuvo la industria nacional, asistió a las grandes empresas y resistió los cantos de sirena del libre mercado que sonaron fuerte en toda la región durante su última década en el poder.
Ya en democracia, todos los gobiernos se vieron cruzados por un clivaje fundamental, hijo de esos vientos internacionales y de esa tradición arraigada: liberalismo o desarrollismo. Fernando Henrique Cardoso se volcó algo más hacia el primero de esos términos, privatizó empresas y abrió la economía, pero no desmanteló la industria.
Luiz Inácio Lula da Silva logró resolver mejor que nadie aquel dilema, tanto por sus dotes como líder como por un regalo que le hizo la historia. La era de las materias primas caras generó las condiciones para un acelerado crecimiento económico, condición que facilitó en toda la región el éxito de experiencias políticas muy disímiles: hasta 2009, digamos, a todos les fue bien: desde el brasileño hasta Hugo Chávez y Álvaro Uribe, pasando por los presidentes del centro-izquierda chileno, los del Frente Amplio uruguayo, por Evo Morales, Rafael Correa y Néstor y Cristina Kirchner.
Esas condiciones internacionales le permitieron a Lula repartir, salomónicamente, áreas de influencia: el Banco Central para el mercado; la gestión económica para el desarrollismo. El crédito público fluyó desde el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), mientras Petrobras y otras grandes empresas controladas por el Estado actuaban como generadoras de grandes contratos. En el medio, floreció un capitalismo asistido que hizo eje en grandes empresas locales. Eran, recordemos, los tiempos en los que Lula da Silva soñaba con la proyección global de grandes “multinacionales brasileñas”. El límite, como siempre se dice, era el cielo.
Pero las sucesivas administraciones del Partido de los Trabajadores no alteraron las reglas de (mal) funcionamiento del sistema político. Al contrario, se montaron sobre ellas, ampliando esquemas de financiación espuria que derivaron primero, en el Mensalão y luego en el Petrolão. Quienes niegan lo anterior y, en vez de advertir sobre las evidentes motivaciones políticas montadas a lomo de esos escándalos, se limitan a denunciar conspiraciones, deberían reparar en que la propia izquierda brasileña no niega esos casos; apenas se limita esforzadamente a intentar a liberar de los cargos a sus líderes principales. La propia Petrobras controlada por el Gobierno de Dilma Rousseff reconoció en sus balances haber sufrido un desvío de US$ 2.000 millones.
La petrolera, compañía que fue eje en la era lulista de ese capitalismo asistido por el Estado y también, recordemos, de la curiosidad de la National Security Agency (NSA), sufrió luego en varios frentes: el desplome del precio internacional del crudo afectó sus ingresos, dificultó el pago de sus enormes deudas y puso en crisis la explotación de los yacimientos de aguas profundas; su inversión se desplomó dramáticamente; y, por si lo anterior fuera poco, el escándalo de corrupción frenó el otorgamiento de nuevas concesiones a contratistas varios.
Todos los vientos parecen soplar en Brasil hacia una salida “por derecha” de la crisis institucional. La influencia del entorno es demasiado fuerte: la sensación creciente de que la economía requiere un replanteo de fondo, en medio de una recesión con tintes depresivos; la presión de la potencia hemisférica; el perceptible giro de la política regional; el empuje de “los mercados”; el juego de los grandes medios de comunicación; la vocación de una judicatura cuya conducta se hace imperioso revisar; las inclinaciones de la oposición interna… Si aquel curso se concreta, una consecuencia de largo plazo será un replanteo profundo, radical, de la relación entre el Estado y las grandes empresas locales.
DEL CRECIMIENTO A LA RECESIÓN; DE LA RECESIÓN A LA DEPRESIÓN
Si la tendencia en general negativa que ha tenido la economía en los cinco años de gestión de Rousseff incrementa los reclamos por un cambio de paradigma, al menos hay que comenzar por reconocerle algo a la desafortunada Presidenta: al asumir en enero de 2010, se benefició del fuerte rebote tras la recesión del año precedente, el de la gran crisis internacional. Desde entonces, debió hacer frente a un contexto internacional que no solo le provocó problemas a Brasil sino también a la mayoría de los emergentes.
De ese modo, la recuperación de 2010, primer año de su primer mandato, llegó al 7,5 %. Luego, el país entró en una fase que conoce bien, la del crecimiento “vuelo de gallina”, con numerosos stop and go e índices que oscilaron apenas entre lo aceptable y lo discreto: en 2011, 2,7%; en 2012, 1 %; en 2013, 2,5%.
Para sostener al menos esa expansión, insuficiente para un país con amplias aspiraciones de desarrollo, incrementó el gasto y deterioró las cuentas fiscales. El bipolar empresariado local que le reclama asistencia, bajas tasas de interés, crédito blando y concesiones, y, a la vez, inflación casi cero, comenzó a poner el grito en el cielo por una evolución de los precios que se despegó del 6 % y comenzó a acercarse al 10 %. En medio de un clima social enrarecido, del que se hacían eco los medios de comunicación mainstream, Rousseff incurrió en las llamadas pedaladas fiscales, esto es el traspaso de ciertos gastos al ejercicio siguiente, de modo de maquillar las cuentas públicas. Ese camino fue recorrido por todos sus antecesores, pero a ella la llevó al juicio político en curso.
Sin embargo, que la economía decaía no era una mera sensación ni un artificio de sectores desestabilizadores. En 2014 el Producto “creció” 0,1 %, el año pasado se desplomó un 3,8 % y este año, en medio de perspectivas que empeoran semana a semana, los pronósticos hablan de una caída de entre 3,5 y 5 %, nada menos. El Brasil de impronta desarrollista, se dice, debe dar paso a una liberación de las fuerzas productivas. Y esto, de la mano de un deterioro de las condiciones de vida, de un empinamiento del desempleo al 9 % y de un empobrecimiento per cápita del 4,6 % solo el año pasado (mayor para los más pobres, dado el fuerte aumento del feijão y el arroz, entre otros alimentos), está derivando en sentido común.
ESTADO Y EMPRESAS, UNA RELACIÓN PROMISCUA
“No sabemos en qué medida la crisis actual cambiará las relaciones entre el Estado y el sector privado, pero podemos estar seguros de que lo hará una vez que pase el huracán”, le dijo a Le Monde Diplomatique desde Brasilia el analista político Marcelo Rech, director del instituto InfoRel. “Es claro que el país no puede prescindir de las grandes compañías, que generan miles de puestos de trabajo y renta para el país, pero es absolutamente urgente que se reflexione sobre reformas que tornen esas relaciones más transparentes y que ataquen directamente las relaciones promiscuas entre empresas y gobiernos”, agregó.
Si, como decíamos, el PT no inventó pero amplió los esquemas de corrupción y financiación ilegal de la política preexistentes, su liderazgo no puede eludir la responsabilidad que le toca. Acaso la izquierda brasileña sufra por muchos años la malversación de un proyecto que, por logros políticos y sociales, no debería haber caído en el descrédito actual.
Este periodista recorrió recientemente los pasillos y despachos del Congreso en Brasilia. Más de una vez se topó con el mismo chiste. “Esta es una ciudad insegura, ¿sabía usted”?, preguntaban algunos diputados. Aunque la sensación del visitante no es esa y, de hecho, como ciudad administrativa, esa capital es una de las más seguras del país, las fuentes insistían. “Es insegura y está medido cuál es el peor horario: las 6 de la mañana. Es que a esa hora la Policía Federal allana, arresta gente. Si uno llega a las 7 AM, tiene asegurado un día más de libertad”, era el remate, de sombrío humor.
Las manifestaciones opositoras, llenas de escarnio hacia Rousseff y Lula da Silva, con los ya típicos pixulecos inflables que los muestran con trajes a rayas, suelen minimizar la corrupción de quienes actúan hoy como si fueran fiscales impolutos. Aunque en esas manifestaciones impera un claro clima antipolítica, similar en algún sentido al “que se vayan todos” de la Argentina de 2001, y algunos líderes del centro-derecha reciben insultos en esas mismas demostraciones, la vara es bien distinta. El blanco de la ira de las clases medias es la “turma (banda) do PT”.
No importa que las empresas sospechadas hayan financiado a todo el mundo. Marcelo Rech hizo un poco de historia. “En los años 90, antes de las investigaciones que resultaron en el impeachment de Fernando Collor de Mello, muchos reclamaron la creación de una Comisión Parlamentaria de lnvestigación sobre las empresas constructoras, pero eso nunca salió del papel ya que todos, absolutamente todos, los partidos y sus líderes, de la izquierda a la derecha, siempre recibieron de aquellas recursos para sus campañas. El tema está hoy fuera de la agenda, pero eso puede cambiar después de esta convulsión”, indicó.
Si las revelaciones sobre una corrupción tan extendida no se detienen, como puede esperarse, parece inevitable que quede en entredicho el modelo tradicional de asociación público-privada típico del desarrollismo brasileño.
Antonio Imbassahy es el líder de la bancada del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), la principal agrupación política del campo antipetista y, en buena medida, representante del gran empresariado paulista, aportó un punto de vista radical. “Hay que investigar todos los crímenes cometidos por cualquier hombre público, ya sea del Gobierno o del empresariado, lleve el tiempo que lleve. Quienes delinquieron, paciencia, van a tener que pagar por lo que hicieron”, aseveró.
El problema es que mientras toda la atención se pone en el futuro político-institucional, muchas de esas grandes compañías se ven vedadas de hacer negocios con el Estado, una usina insoslayable de proyectos. Así, encontramos que, de hecho, el modelo ya dejó de funcionar. OAS, Camargo Correa y Andrade Gutierrez, entre varias más, se suman hoy a un listado que cuenta con una víctima “privilegiada”: Odebrecht, cuyo presidente, Marcelo Odebrecht fue condenado a 19 años y cuatro meses de cárcel tras pasar casi nueve meses en una prisión preventiva que, en un hecho molesto para el relato de la revolución republicana en curso, sirvió como una condena anticipada para intentar quebrar su voluntad y convertirlo en un arrepentido de la justicia.
Esa parálisis, que no contribuye a frenar el colapso de la economía, preocupa ya a todo el sector empresarial. Si Marcelo Odebrecht, titular de la mayor constructora de América Latina, cayó, ¿quién está a salvo?
“Para nosotros, lo más importante son las empresas y por eso favorecemos que se realicen acuerdos de lenidad, que permitan que los ejecutivos involucrados en casos de corrupción confiesen y den toda la información a la Justicia, y que las consecuencias recaigan sobre ellos a título individual y no sobre las compañías. Los hombres pueden ser malos, pero las empresas son buenas. De ese modo, las empresas podrían volver a trabajar, a firmar contratos con el Estado y a realizar obras”, dijo para este artículo Carlos Abijaodi, director de Desarrollo Industrial de la Confederación Nacional de la Industria (CNI), la entidad que nuclea a las patronales del sector de todo Brasil.
La realización de esos convenios de tolerancia, verdaderas amnistías para las corporaciones, no requiere de ninguna reforma legal sino solo de la voluntad de los implicados. Sin embargo, recordemos algo que dijo en su reciente “delación premiada” el senador petista Delcídio Amaral: si los ejecutivos de las constructoras cuentan todo lo que saben sobre los vínculos entre negocios y política, no cae un gobierno, cae la República.
En el actual contexto, algunas de esas grandes compañías buscan en la Argentina, pese a sus debilidades, lo que no encuentran en Brasil. No sorprende, así, que el nombre de Odebrecht haya salido repetidamente en las noticias en nuestro país, primero en la aparente resurrección del soterramiento del ferrocarril Sarmiento en el oeste del conurbano y la Ciudad de Buenos Aires y luego en la construcción de una red de gasoductos en la provincia de Córdoba.
LA APERTURA VUELVE A LA AGENDA
Un replanteo en Brasil de la relación entre el Estado y sus contratistas tradicionales debería incluir, se supone, reglas más transparentes y más amplias en las grandes licitaciones. No debe pasar desapercibida en ese sentido la creciente presión por una reformulación del Mercosur, cuyos nuevos arquitectos quieren “abrir al mundo”. Eso no impactaría solo en el comercio de bienes; también en servicios y en la participación de empresas extranjeras en concursos en condiciones de igualdad. Este es otro elemento que apunta en dirección a un posible final del modelo desarrollista.
La canciller argentina, Susana Malcorra, reveló hace poco contactos con Brasil, Uruguay y Paraguay para avanzar hacia un tratado de libre comercio nada menos que con los Estados Unidos. Los dos socios menores del bloque tienen una larga vocación por ello; la conversión de la Argentina es una consecuencia natural de la llegada de Mauricio Macri al poder; la decisión de Brasil, por último, deberá esperar al desenlace de la crisis institucional. ¿Por qué apuró los tiempos Malcorra, entonces? Con una mirada corta, podría decirse que para sumar un elemento a la bienvenida que disfrutó recientemente Barack Obama. Con una más larga, puede imaginarse la intención de seguir emitiendo señales a la Casa Blanca, que tendrá el año próximo un nuevo ocupante, y para instalar la cuestión, sin dudas espinosa, en la agenda doméstica y regional.
La iniciativa argentina encaja a la perfección con las aspiraciones de un sector decisivo del gran empresariado brasileño, reunido en la Federación de Industrias del Estado de San Pablo, para quien Macri es el ejemplo a seguir. Pero la FIESP, aunque enorme, es solo un componente de un empresariado más diverso, de anclaje estadual y de portes disímiles. Para otras cámaras regionales, el Mercosur y Sudamérica son círculos concéntricos que Brasil debe ocupar antes de pretender jugar en las ligas mayores. Por eso en la CNI no se encuentran miradas tan jugadas como las que se emiten en los rascacielos de la Avenida Paulista.
EL CAPITAL INTERNACIONAL HACE SU JUEGO
Se debe considerar también como parte de la tendencia el rol de los mercados financieros. El Estado brasileño, declive económico y devaluación aguda del real mediante, ya no tiene una posición tan cómoda en materia de endeudamiento. Los intereses que debe pagar suman en la actualidad unos 8 puntos del PBI, y la relación entre pasivos y Producto orilla el 70 %. Lo mismo cabe decir de muchas grandes empresas, con la malhadada Petrobras a la cabeza. Esa mayor debilidad relativa de Brasil puede facilitar una cierta trasnacionalización de su economía.
Los inversores no se espantan con las crisis; todo lo contrario. Marc Mobius, jefe de mercados emergentes de Franklin Templton y referente mundial de las finanzas, dice desde hace meses que Brasil es el mercado más prometedor ya que el drama institucional, la mayor retracción económica en 25 años y la devaluación, que derrumbó el valor del real a la mitad el año pasado, se combinaron para dejar sus activos a precio de ganga. El argumento es válido, aunque esa devaluación se haya recortado en lo que va de 2016.
Eso último fue así porque cada vez que Rousseff parecía acercarse al precipicio y que cada vez Lula da Silva aparentaba dar un paso hacia la cárcel, el real recuperaba terreno, a la vez que las acciones experimentaban enormes subas. Lo que para el lego puede ser simple morbosidad o presión golpista, en realidad indica un posicionamiento de grandes actores financieros en riesgo brasileño. La mirada es que la crisis política pasará, que su salida será con un gobierno “amigable” para los mercados y que lo aconsejable es comprar cuando los precios están por el piso para hacer ganancias realmente colosales.
Mobius, uno de los responsables de haber acuñado el concepto de “mercados emergentes” hoy tan familiar, no está solo. Durante el Foro Económico Mundial de Davos, realizado en enero último, muchos grandes jugadores compartieron su punto de vista. “La inversión en dólares se vino abajo y estamos mirando más negocios en Brasil”, indicó entonces George Logothetis, cuyo grupo se asoció a Hyatt para construir trece hoteles en Brasil por US$ 300 millones.
Mientras, surgen más noticias, que valen apenas como ejemplos recientes de una tendencia que se ha instalado. La estadounidense FleetCor, principal operadora de tarjetas de pago de combustible del mundo, se acaba de quedar con Sem Parar, la mayor proveedora de pago automático de estacionamiento y peajes de Brasil por nada menos que US$ 4.000 millones.
Poco antes de fin del año pasado, la china HNA Group pagó US$ 450 millones por el 23,7 % de la tercera aerolínea brasileña, Azul. Siguió así los pasos de United Airlines, que ya se había quedado con un paquete del 5 % meses atrás.
También se produjeron movimientos intensos en el sector inmobiliario. Ya a mediados de 2015, The Wall Street Journal hablaba de inversiones por miles de millones de dólares en Brasil de compañías globales como Blackstone, Brookfield Property Partners y Global Logistic Properties, entre otras.
Mucho más relevante aún: el Congreso, en medio del colapso institucional, se dio tiempo para quitarle a Petrobras el monopolio de la explotación del petróleo de la cuenca presal, la gran riqueza del futuro brasileño cuando los precios vuelvan a trepar. Ese era un viejo proyecto de la oposición de centro-derecha y un sueño por el que presionaron largamente grandes compañías extranjeras y sus gobiernos.
La ola de apuestas externas que recorre varios sectores de la economía brasileña es, sin dudas, otro factor que, contribuyendo a una cierta internacionalización de la estructura productiva y de servicios, sumará competencia a las empresas locales y dificultará la supervivencia del capitalismo autocentrado y alimentado por el Estado.
LA ARGENTINA ESPERA Y DESESPERA
Un eventual replanteo del capitalismo brasileño, sobre las líneas que intuimos en este texto, no puede ser indiferente para la Argentina. Una confluencia entre las posiciones comerciales del Gobierno nacional y los factores de poder que en el vecino empujan hacia una apertura fuerte tendría, de concretarse, consecuencias importantes sobre la estructura productiva.
En la visión del ala desarrollista del PT, tal como se la relató a este periodista antes del derrumbe el lulista asesor especial de Política Exterior de Rousseff, Marco Aurélio Garcia, un Brasil potente podía arreglárselas para generar una intensa corriente de negocios en la Argentina. Lo haría en base un Estado con espalda suficiente, con la herramienta crediticia del BNDES y con una Petrobras necesitada de todo tipo de proveedores. Luego vino el desplome del crudo, el Petrolão, la crisis política… Esa visión se hizo añicos.
Lo que queda es un socio que, en vez de traccionar la actividad de nuestro país, la lastra. Eso es demasiado negativo para una economía que destina a Brasil, su principal socio comercial, un cuarto de sus exportaciones industriales. Empresas de porte mediano y grande, y sectores como el automotor son víctimas destacadas de un intercambio comercial que se recortó un 19 % en 2015 hasta US$ 23.000 millones y que cayó casi a la mitad de los US$ 40.000 millones de 2011.
En tanto, la debilidad del mercado doméstico brasileño hace que sus industrias acumulen stocks y que crezca la presión exportadora hacia la Argentina, algo especialmente sensible para ramas industriales importantes en la generación de puestos de trabajo como la metalmecánica, la textil, la del calzado, la de los juguetes y otras.
Mientras, el Gobierno de Mauricio Macri ya ensaya, acaso sin red, un cambio en el paradigma de acumulación. El agotamiento, vía inflación y estancamiento, del modelo de fortalecimiento del consumo interno de la era kirchnerista no fue atendido con una pretensión de reparación de sus muchos y severos desequilibrios sino con una de liso y llano reemplazo.
La idea del Gobierno nacional de aplicar un ajuste suave y a mediano plazo de las variables macro, sobre todo en lo fiscal, apunta a evitar grandes costos sociales y políticos y a llegar fortalecido a las urnas en octubre del año que viene, requisito para engrosar sus escuálidas bancadas legislativas. En el futuro, cuando la lucha electoral aceche, acaso la “oposición racional” de hoy pretenda diferenciarse mostrando los dientes. Es mejor precaverse.
Pero todo ese diseño depende de que la economía recobre el tono. La apuesta pasa entonces por la inversión, en gran medida financiera y externa, que deberá ser cuantiosa si se pretende que disimule la desconexión de todos los otros motores posibles. Las exportaciones de materias primas agrícolas seguirán limitadas por precios que no repuntarán por un tiempo considerable y Brasil, como hemos visto, será de poca ayuda.
“La Argentina comenzó a liderar en América Latina una reversión del populismo, del bolivarianismo que infelizmente tuvo lugar en toda la región. Creo que se están viviendo en todos nuestros países falencias como una inflación elevada, crisis de vivienda, crisis de credibilidad. La economía se basa en la confianza, y yo creo que el presidente Macri está devolviendo esa confianza”, dijo para este artículo Mendonça Filho, diputado del partido Demócratas y líder del interbloque opositor en el Congreso brasileño.
Curioso: mientras nosotros miramos el partido de Brasil, allí miran el de la Argentina. Muchos proyectos, de uno y otro lado, se fundan arriesgadamente en una sola variable: la confianza de los mercados.
Acaso, como decía Antonio Gramsci, lo viejo, efectivamente, haya quedado atrás pero lo nuevo no ha terminado de nacer. Inevitablemente, será la política, tan zamarreada en estos días, la que le dé forma al futuro. ¿Será como lo hemos imaginado en estas líneas?