Es sabido que el referendo griego del domingo será crucial, ya que determinará si el país acepta o rechaza un nuevo capítulo del ajuste sin fin que le proponen sus acreedores oficiales: la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI. Además, implícitamente, definirá con ello si sigue apostando a ser miembro del experimento controvertido pero difícil de revertir que es la eurozona. Sin embargo, lo será también por algo incluso más trascendente: será el desenlace del caso testigo que indicará si la rebelión contra la deuda que despunta en otros países, empezando por España, termina de fermentar o si pasa al olvido.
Si la Corte Constitucional de Atenas no dice hoy lo contrario, los griegos volverán a las urnas. Lo harán, igual que las últimas veces, con una lamentable falta de libertad: su elección se limita a qué agonía sufrirán.
No sorprende en medio de los intereses que se juegan y de la confusión que se vive que haya sondeos para todos los gustos y propósitos. Algunos vaticinan un triunfo del “no” al ajuste (¿y a la eurozona?) por 46 a 30%; otra, una victoria del “sí” por 47 a 43%, publicado e insólitamente desmentido por la encuestadora que supuestamente lo había hecho, Gpo. Todas coinciden en que los indecisos pueden todavía deparar sorpresas.
Si finalmente se impone el rechazo al ajuste, el primer ministro Alexis Tsipras, que llamó a votar en ese sentido, sobrevivirá y la Unión Europea se verá urgida a incluir en serio en futuras negociaciones otro recorte de la asfixiante deuda griega. Pero si el miedo al “Grexit” es más fuerte y gana la aceptación, el Gobierno liderado por la izquierda radical previsiblemente caerá y el país sumará a su torbellino financiero otro político.
En tanto regida por un sistema parlamentario, Grecia tendría en tal caso dos opciones: el surgimiento de un nuevo Gobierno elegido por el actual Legislativo o la convocatoria a nuevos comicios. Lo primero tiene la ventaja de ofrecer una respuesta más veloz, pero sería difícilmente tolerable ya que supondría el retorno de los exponentes de la desacreditada clase política que aplicó los primeros ajustes. Lo segundo sumaría más incertidumbres.
Tsipras lo dijo ayer: su Gobierno ya no objeta prácticamente nada del ajuste que se le impone, pero pretende a cambio del sacrificio un nuevo alivio de una deuda impagable que trepa al 180% del PBI. El FMI reconoció ayer que ni siquiera el amargo remedio de la austeridad a ultranza es suficiente para cubrir un agujero fiscal que no deja de agrandarse, lo que, implícitamente, da la razón a Atenas. ¿Por qué entonces la porfía de los acreedores?
Ni bien el premier anunció hace una semana el llamado a su referendo “express”, fue Europa, o lo que es lo mismo Angela Merkel, la que elevó la apuesta: no más negociaciones contra reloj, que se vote, mandó decir. No se trata de un brote de entusiasmo democrático, totalmente ausente en las elecciones griegas de diciembre, resistidas a viva voz por Europa. Se trata de definir de una vez un pleito incómodo.
Tsipras estuvo acompañado en Atenas en los últimos días por numerosos dirigentes del partido representativo de los “indignados” españoles, Podemos, de muy buen desempeño en las últimas elecciones regionales. De que su rebeldía contra la deuda sea la última depende que el “mal ejemplo” no sea imitado a fin de año, cuando España -una economía “demasiado grande para caer”- decidirá qué hace con Mariano Rajoy.
En dos días se sabrá cuánto pesarán el “corralito” y el miedo al abismo total en el ánimo de los griegos y si los otros miembros desdichados del club del euro se curan de espanto.
Europa espera que el referendo griego sea escarmiento de rebeldes
