Las fiestas nunca duran para siempre y la de la corrupción en la FIFA encontró su punto final cuando la entidad que seguirá conduciendo (si logra completar su quinto mandato) Joseph Blatter cometió el pecado imperdonable de mezclar negocios opacos con la gran política internacional.
Decir que la elección de Rusia como país organizador del Mundial de 2018 implicó la postergación de los deseos del Reino Unido y que la de Catar 2022, los de los Estados Unidos tiene gusto a poco. No se trata solamente de los negocios, por cierto jugosos, que esas decisiones les quitaron a algunas empresas de esos países, poca cosa en proporción al tamaño de sus economías. Se trata, más bien, de algo que no podía preverse cuando se realizó esa votación controvertida en diciembre de 2010: que Rusia y Catar quedarían inmersos en medio de un torbellino geopolítico que los enfrenta con Washington y otras importantes capitales occidentales. Desatado el vendaval, se acabó la paciencia, parece.
Primero lo primero. Se sabe que Rusia está sometida a sanciones económicas y políticas internacionales desde su anexión de la península de Crimea, el año pasado, y su involucramiento en la guerra civil de Ucrania, que alcanzan a varios de sus bancos y empresas más importantes y a jerarcas del régimen de Vladímir Putin.
Si la elección de Rusia por parte de la FIFA ya había sido polémica y estado cruzada por innumerables rumores de coimas, esa crisis política e internacional hizo recrudecer las demandas occidentales de un retiro de esa plaza. Esos reclamos se hicieron airados en julio del año pasado, después de que rebeldes prorrusos del este de Ucrania hubieron derribado un avión de Malaysia Airlines con casi 300 personas a bordo. ¿Qué país llevó la voz cantante del reclamo de un boicot deportivo mundial a Rusia? El Reino Unido.
Blatter se alineó con Putin y rechazó los pedidos: el fútbol no debía mezclarse con la política y aislar a un país no es un buen modo de resolver los conflictos, alegó estrenándose como insospechado analista internacional.
Mentía, claro. La propia FIFA ya había hecho eso al acatar boicots decididos por Naciones Unidas a la Sudáfrica racista en 1961 y a la Yugoslavia en desintegración violenta en 1992. Es cierto, no existía esta vez un pronunciamiento de la ONU, pero Blatter, en su voracidad por los grandes negocios, terminó por hacer justamente lo que decía que no debía hacerse: meter al fútbol en los conflictos políticos globales.
El Reino Unido no estuvo solo en ese reclamo, que siguió enarbolando. Varios senadores estadounidenses le dirigieron una carta que él, excesivamente seguro de sí mismo, rechazó hace un mes en los términos reconocidos. No advirtió (o no le importó) que con su porfía comprometía a importantes patrocinantes de la organización a solo tres años del nuevo mundial.
En segundo lugar, Catar es otro foco de tensión internacional. País dueño de la tercera reserva de gas natural del mundo, que hizo de su escasa población la más rica del planeta en términos per cápita, se lanzó desde hace años a una intensa campaña de imagen.
Organizó los Juegos Asiáticos de 2006. A través de su aerolínea de bandera comenzó a patrocinar al Barcelona, uno de los equipos de fútbol de mayor presencia global. Se adjudicó, con sospechas más grandes aun que en el caso de Rusia, la Copa 2022.
Su Gobierno fundó una cadena de TV internacional Al Yazira, pletórica de recursos y excelente producción, que con su línea editorial expone el principal punto de fricción de Catar con Occidente: su apoyo a las rebeliones de la “primavera árabe” y a movimientos islamistas como la Hermandad Musulmana de Egipto, el Hamás palestino y a facciones militares ligadas a Al Qaeda en el conflicto de Siria.
Esas posiciones han sido un revulsivo para Estados Unidos y diversos países árabes de tendencia prooccidental: Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Bahréin y Omán, enemigos íntimos de Catar en el Consejo de Cooperación del Golfo.
Dos detalles no casuales. Primero, Jordania es otro de los rivales de Catar y de allí proviene el derrotado rival de Blatter, príncipe Alí bin Husein, medio hermano del rey Abdalá II. Segundo, Dubái, es uno de los siete emiratos de EUA, para el que Diego Maradona trabaja como embajador deportivo. Se sabe cuánto odia Maradona a Blatter y con qué empuje respaldó en los días previos a la votación al príncipe jordano.
Para cerrar, recordemos cuán cercano es Alí bin Husein a dos de los países que protagonizan nuestra historia. Se educó en Estados Unidos y en el Reino Unido, se casó con una experiodista de la CNN y se ganó a sus aliados occidentales al retirar la obligación de usar velo para las futbolistas de su asociación, que preside desde 1999.
Blatter cometió el peor pecado de la política: juntar a todos sus enemigos. Ahora tendrá mucho trabajo para resistir y evitar, a sus 79 años, un incómodo paso por la cárcel.
El fútbol, en el vendaval de la alta política
