El indescifrable halo sospechas y solidaridades de los refugiados de Guantánamo

1857488w645

De las numerosas preguntas que suscita la inédita llegada de seis presos de Guantánamo a Uruguay (a Sudamérica, en definitiva), la más importante tiene que ver con los propios involucrados: ¿qué quiere decir Estados Unidos cuando afirma que se trata de hombres de “baja peligrosidad”?
La cuestión es de particular relevancia toda vez que José Mujica (presentado a partir de esto como un “Nelson Mandela latinoamericano” por algunos entusiastas en Estados Unidos) declaró que llegan en calidad de refugiados, que no estarán sometidos a vigilancia especial alguna (ni local ni norteamericana) y que “el primer día que se quieran ir, se pueden ir”.
La idea constituye, según el Gobierno uruguayo, un aporte a un presidente como Barack Obama que decidió, frente a muchas dificultades, “deshacer un entuerto miserable que le dejaron ahí”, según palabras del propio Mujica. “Darle la espalda sería una cobardía”, añadió. Asimismo, apunta a garantizar los derechos humanos de un grupo de personas “que sufrían un atroz secuestro en Guantánamo”, según los términos de la carta pública difundida el viernes por el mandatario.
Para él, está claro, son personas inocentes a quienes es necesario dar la oportunidad de empezar nuevas vidas, permitirles trabajar y reunirse con sus familias. No es lo que piensa la oposición oriental, para la cual el país “se está comprando un problema”. Tampoco lo que siente una ciudadanía en su mayoría recelosa, según indican encuestas. Y no refleja las dudas iniciales, posteriormente disipadas en diálogos con funcionarios de Estados Unidos, del electo Tabaré Vázquez.
Los seis han estado privados de su libertad sin cargos formales desde hace más de diez años, cuando fueron capturados en Afganistán y Pakistán y entregados a fuerzas estadounidenses. Los cuatro sirios llegados a Uruguay (Adnan Anham, Alí Husain Shaabaan, Omar Mahmoud Faraj y Yihad Diyab) y el palestino, Mohamed Tahanmatan, estaban sospechados de mantener vínculos con Abu Zubaida, un supuesto agente de Al Qaeda. El tunecino, Abdul bin Mohammed Abis Ourgy, era considerado un instructor en uso de explosivos de esa red terrorista, recordó The Washington Post. Su nombre apareció en la computadora de Jalid Sheik Mohamed, “el autoproclamado cerebro de los atentados del 11 de septiembre de 2001”, añadió el periódico, pero esa información terminó siendo reevaluada y descartada como inútil durante el Gobierno de Obama.
Así, todos resultaron beneficiados en 2009 por una recomendación de liberación por parte de un cuerpo integrado por representantes de varias agencias de seguridad e inteligencia. Pero las cosas no serían tan sencillas.
Por un lado, una ley de inspiración republicana no permite siquiera que los presos de Guantánamo sean detenidos en cárceles en territorio estadounidense, ya que los considera “prisioneros” de la guerra contra el terrorismo y juzga que tal movida haría al país más vulnerable a posibles atentados.
Además, la resistencia anidó dentro de la propia administración estadounidense, en la que el secretario de Defensa saliente, Chuck Hagel, demoró los posibles traslados debido a las dudas que, él mismo confesó, compartía con sus antiguos correligionarios republicanos.
Esa lentitud generó una situación especialmente conflictiva con uno de aquellos, el sirio Diyab, cautivo por doce años. Este se declaró en huelga de hambre y apeló ante la justicia norteamericana la decisión de sus captores de atarlo a una silla e introducirle tubos nasogástricos para alimentarlo a la fuerza. Un juez federal les dio la razón a dieciséis medios de comunicación y decidió en octubre que las Fuerzas Armadas debían dar a publicidad los videos con esos procedimientos, pero el fallo fue apelado por la Casa Blanca por considerarlo peligroso para la seguridad de las tropas que combaten al terrorismo en el exterior.
La cuestión es que gestos de rebeldía como los de Hagel terminaron por agriar la relación de este sobreviviente de la transversalidad de Obama y llevaron a su despido “de mutuo acuerdo”, como acaba de decir el propio funcionario. Su reemplazante será, se supo el viernes, su ex número dos, Ashton Carter, un eficiente burócrata y conocedor de la maquinaria del Pentágono que el año pasado dejó su cargo en silencio, se cree, por desacuerdos con su exjefe.
Ahora bien, ¿de quién “se refugiaron” estos hombres en Uruguay? ¿De Estados Unidos? ¿De sus países de origen? Todo lo que se dijo al respecto es que por provenir de países inmersos en situaciones de violencia o, directamente, de guerra civil, su regreso sería riesgoso. Otra vez, ¿riesgoso para su seguridad personal? Difícil pensar semejante gesto de magnanimidad de un país como Estados Unidos, que los sometió a un largo calvario, al parecer inmerecido, y que tampoco está decidiendo, sin más, ponerlos en libertad, al punto que no los declara simplemente “inocentes” sino personas de “baja peligrosidad”. ¿Riesgoso para la seguridad nacional de los propios Estados Unidos, entonces, dada la presencia en Siria, Palestina y Túnez de activos grupos yihadistas, algunos de los cuales están probadamente ligados a esa nebulosa llamada Al Qaeda? Nadie lo aclara por ahora.
Las opiniones, solidaridades y sospechas que se vuelcan sobre los nuevos residentes uruguayos son el resultado natural de un proceso viciado desde el vamos como el del penal de Guantánamo. Una base militar retenida a la fuerza, pese al rechazo de Cuba. Una prisión que es, más bien, una mazmorra, donde sospechosos de terrorismo son retenidos sin cargos, sin derechos y sin visibilidad. ¿Qué clase de certeza sobre culpabilidades o inocencias puede basarse en “confesiones” obtenidas para tortura y malos tratos?
De ese saldo de incertidumbre se hace cargo desde ahora Uruguay y, si Obama tiene éxito, acaso también Colombia, Chile y Brasil. ¿Será así? ¿Más refugiados de Guantánamo llegarán próximamente a Sudamérica?

(Nota publicada en Ámbito Financiero).