La caída de Mosul -segunda ciudad iraquí- y de otras localidades, incluso algunas situadas a apenas 60 kilómetros de la capital, Bagdad, en manos de los milicianos del Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL) provocó ayer en Washington un sentimiento parecido a la desesperación. Un Barack Obama desprestigiado ve ahora cómo los republicanos se pueden hacer un festín con lo que suponía era uno de los legados más consolidados de su administración, la retirada de Irak, en momentos en que a los demócratas no les sobra nada para impedir que la oposición acentúe en las elecciones de noviembre el control de la cámara baja y se haga también con el del Senado, un escenario de tormento para el último bienio de su segundo mandato.
“Estados Unidos condena en los términos más rotundos posibles la agresión a Mosul”, dijo el portavoz de la Casa Blanca, Josh Earnest. En tanto, la vocera del Departamento de Estado, Jen Psaki, mostró su “profunda preocupación”, habló de una “situación extremadamente grave”, prometió cooperación y exigió a las autoridades pronorteamericanas del país árabe “una respuesta fuerte y coordinada”.
Pedir no cuesta nada, pero lograr respuestas tiene otro precio. Los testimonios de los testigos indicaban ayer que los hombres del EIIL, una organización asociada a Al Qaeda, pusieron en fuga a los soldados regulares iraquíes con una facilidad alarmante.
Éste no es un dato menor, ni para el futuro de Irak y su área de influencia ni para la política doméstica de los Estados Unidos.
El plan de retirada total de las tropas norteamericanas, precedida por una salida en tropel de varios de los aliados habitualmente más valorados por Washington, descansaba en el supuesto de que se iba a entrenar una poderosa milicia local capaz de asumir por sí misma los ingentes desafíos de la posguerra. La promesa, consumada el 18 de diciembre de 2011 con el desalojo de los últimos centenares de soldados estadounidenses, tardó dos años y medio en probarse como una esperanza cándida.
En la política norteamericana no está bien visto que un gobernante se escude en la “pesada herencia” recibida, algo saludable en general pero más que injusto en casos como éste, y le cabrá a Obama la culpa de haber priorizado los buenos modales al esclarecimiento de sus ciudadanos.
A casi nadie en el mundo se le escapa que fueron los republicanos, con el inefable George W. Bush a la cabeza, los pirómanos que causaron un colosal incendio en 2003 para ofrecerse luego como los bomberos capaces de controlar las llamas. Tampoco esa promesa de orden se cumplió, algo que prueba que la ocupación le haya costado a Estados Unidos las vidas de 4.500 soldados y el derroche de un billón de dólares, una cifra que acaso explique mucho del colapso económico que se abatió sobre el país en 2008, justo cuando Obama se aprestaba a asumir el poder.
Tal fue el desmadre, que ni siquiera se sabe hoy cuántos iraquíes murieron como consecuencia del vacío de poder generado por la ocupación. ¿Decenas de miles? ¿Un millón, acaso? Las distintas fuentes no se ponen de acuerdo, pero cualquier número que se mencione no hace más que ilustrar, con magnitudes diversas, un desastre de gran escala.
Como sea, con su plan de retirada Obama respondió al clamor de buena parte de la opinión pública y tomó una postura valiente incluso frente a las Fuerzas Armadas y dentro de su propio partido. Es tal el seguidismo que en Estados Unidos y en todo el mundo generan las guerras, que el consenso alrededor de la invasión había sido enorme pese a su fundamentación falaz, incluyendo a una prensa acrítica (que a veces desde aquí idealizamos demasiado) y a referentes demócratas clave, entonces en la oposición. Veamos, por caso, el derrotero de Hillary Clinton. Votó en 2003 a favor de la invasión como senadora, piloteó la retirada como secretaria de Estado, pidió disculpas hace poco por aquel pecado original desde el retiro y no se sabe qué dirá ahora, con la insurrección yihadista en plena expansión, como candidata presidencial para 2016.
La amenaza islamista en Irak no se reduce a ese país. Toma impulso, en realidad, en una vasta área del mundo, desde las barbaridades de Boko Haram contra las escolares en Nigeria y hasta los avances talibanes en Afganistán y Pakistán. En este último país, dueño de un arsenal nuclear, los ultraislamistas seguían combatiendo ayer contra las tropas regulares por el control del aeropuerto de Karachi, el más importante, en choques que dejaron al menos 37 muertos en 48 horas.
Todos los países tienen sus mitos políticos, y Estados Unidos no es la excepción. Además de lo mal visto que está, como se dijo, echar culpas a los antecesores, hay allí un impulso etnocéntrico que lleva al grueso de la clase política a pensar que la democracia occidental es exportable a cualquier país, a cualquier cultura y en cualquier contexto, casi como una sopa instantánea.
El propio Obama se encandiló con las promesas de la “primavera árabe”, de difuso recuerdo en la actualidad, para terminar por decepcionarse y volver a confiar, de modo más tácito o más explícito, en los dictadores de siempre.
Hizo caer a Muamar el Gadafi y Libia terminó en el caos. Amagó con intentar lo mismo con Bashar al Asad, pero la realidad se lo impidió y hoy calla ante la permanencia del tirano que le garantiza que el yihadismo no avance también en Siria. Acepta también, pragmático, el retorno de la tutela militar a Egipto, aunque el “rais” de turno ya no se llame Hosni Mubarak sino Abdelfatah al Sisi.
Queda un último sapo por tragar: asumir al Irán de los ayatolás como un contrapeso necesario al enemigo común, Al Qaeda, en el vecino Irak. Cuando próximamente se anuncie un acuerdo nuclear, estará a un solo sorbo de hacerlo.
El legado de Obama se derrumba en Irak
