Tres años atrás, una entonces sorprendente sucesión de revueltas populares amenazaba con cambiar de raíz el mundo árabe. Hoy, la promesa de una “primavera”, tan repetida como frustrada en Medio Oriente a lo largo del tiempo, se diluye casi totalmente y los ejes tradicionales del poder en la zona no sólo resisten el embate sinO que parecen fortalecerse.
Con la refrescante excepción de Túnez, donde un potente movimiento islamista supo retroceder ante sus no menos decididos rivales laicos, dando lugar a una Constitución de consenso que resguarda libertades básicas, todas las demás esperanzas parecen en ruinas.
En Libia cayó Muamar el Gadafi, pero la estructura tribal del país, el desgobierno, el auge yihadista y la proliferación de bandas armadas hacen que el saldo, para nada sorpresivo, sea más de caos que de democracia moderna a la occidental.
Las piezas grandes, de cualquier modo, eran Egipto y Siria. El primero, por ser un gigante de 85 millones de habitantes, primera potencia militar y política del mundo árabe; el segundo por su alianza con Irán y la milicia chiita libanesa Hizbulá, dos elementos desestabilizadores en la región.
En Egipto la gente votó y llevó al gobierno a un islamismo que se presumía moderado y que se reveló inepto para poner en orden una economía en crisis. El combo de islamismo (aunque fuera de bajas calorías) y crisis económica hizo que una parte importante abjurara de ese resultado y que, curiosamente, insertara su idea de “democracia” en un golpe de Estado.
El Ejército, el fiel tradicional de la balanza política en el país, irrumpió a favor de esa parte de “la gente”, implosionó la vía democrática para integrar al islam al sistema e impuso una Constitución que le da amplia autonomía y tutela sobre la vida política del país. Por si faltaba algo, logró restablecer la idea de que sólo uno de los suyos puede poner en orden ese caos. Ayer se llamaba Hosni Mubarak; hoy, el supercondecorado (no se sabe en qué guerra) mariscal Abdel Fatah al Sisi. Mucha sangre después, poco más que eso ha cambiado.
La otra pieza importante de la “primavera” era la Siria de la dinastía Al Asad. Allí, las protestas populares dieron lugar a una brutal represión y, tras ello, una fractura de las Fuerzas Armadas. Eso convirtió la revuelta en una guerra civil que inicialmente pareció acorralar al dictador Bashar.
En medio de la orgía de violencia, que incluía desde ambas partes ataques a civiles, torturas, ejecuciones sumarias, millares de muertes en una guerra sin reglas y hasta el uso de armas químicas contra la población, Estados Unidos y Rusia fijaron en junio de 2012 una hoja de ruta (el Comunicado de Ginebra) que no era más que un listado de objetivos loables pero de improbable aplicación: cese del fuego, liberación de prisioneros, ingreso de ayuda humanitaria, un gobierno transitorio que incluyera a las partes en conflicto y elecciones.
Si Estados Unidos quería que el proceso terminara con Al Asad fuera del gobierno y Rusia quería protegerlo, ¿a quién serviría semejante despliegue de buenas intenciones?
El tiempo entregó la respuesta. Barack Obama amenazó con bombardeos, pero no pudo convencer ni al Capitolio, y Rusia le tendió un oportuno puente de oro con la promesa de que Al Asad entregaría su arsenal químico. Mientras, el tirano dio vuelta a su favor (no sin esfuerzo ni crueldad) la situación en el terreno militar.
Hoy, el mundo sabe de 130.000 muertos y se entera de aparentes asesinatos masivos de presos políticos y hasta de la eliminación de barrios enteros por la supuesta complicidad de algunos de sus pobladores con los rebeldes (ver aparte), pero nadie parece dispuesto a hacer gran cosa.
El nuevo diálogo en Suiza, conocido como Ginebra II, logró poner cara a cara a las partes del drama sirio pero se cerrará hoy sin acuerdos. Se promete ahora para el 10 de febrero un “Ginebra III”, pero habrá que festejar si arroja, cuando menos, algún acuerdo humanitario; Al Asad seguirá firme allí donde está.
Una caída de este aliado de los ayatolás de Teherán habría arrastrado al Irán persa a la senda de la “primavera”, decían los entusiastas. No ocurrió ni lo uno ni lo otro, y el régimen del guía supremo Alí Jameneí no sólo subsistió a las agitaciones sino que atravesó un año en el que se creía que Israel podía desencadenar un ataque contra sus instalaciones nucleares. Mientras, aquél generó con habilidad una sucesión presidencial que dejó el gobierno (aunque no el poder) en manos de un conservador moderado y presentable como Hasán Rohaní, quien logró un acuerdo con las grandes potencias que comienza a poner fin a las sanciones internacionales a la vez que conserva intactas las capacidades tecnológicas del país para, si medieauna decisión política, poder avanzar hacia “la bomba”. Por si fuera poco, Rohaní hasta recibió la bendición del foro de Davos, el exclusivo club de las grandes finanzas mundiales.
Con la destacable excepción de Túnez, insistimos, ¿qué queda de la “primavera”? Como se ve, poco.
Mientras, los gobiernos europeos se inquietan por la presencia de cientos de sus nacionales en las filas de los rebeldes islamistas sirios ligados a Al Qaeda, quienes en algún momento volverán, debidamente adoctrinados y entrenados, a casa. Y Washington advierte, como hizo ayer ante el Congreso su director nacional de Inteligencia, James Clapper, que ese grupo, “el Frente Al Nusra aspira a realizar atentados contra Estados Unidos”.
En Medio Oriente, las esperanzas desmedidas nunca terminan bien.
(Nota publicada en Ámbito Financiero).